20/12/11

10:26
JORDI MARTÍ - DIARIO DE MALLORCA
Lo miremos por donde lo miremos, el arte no es sólo creación (el pintor ante el lienzo, el escultor con sus herramientas, el video-artista planeando su video-instalación, etc.). El arte es sobre todo y, por encima de todo, encuentro con el público: el arte sin público es cualquier cosa menos arte, lo mismo que una emisión radiofónica sin audiencia es cualquier cosa menos periodismo. Ahora bien, cualquier ensayo actual sobre el sentido y el papel del arte contemporáneo —entiéndase por contemporáneo el arte de las dos o tres últimas décadas— empieza subrayando la necesidad de plantearse una nueva relación entre el arte y el público, eufemismo que, en realidad, lo que destaca es el hecho de que al arte contemporáneo, si algo le falta, es precisamente público. Lo cual no demuestra que los contemporáneos de Velázquez o de Poussin entendieran lo que pintaban y se interesaran por su obra, es decir, constituyeran un público, pero sí que viene a señalar el hecho de que las ideas que la gente común tiene del arte hoy en día quedaron ancladas en los parámetros formales, iconológicos y temáticos anteriores al siglo XIX, mientras que la creación artística y su mercado caminan desde entonces en solitario. 


Un ensayo digno de remarcar, recientemente traducido al castellano, es el libro La querella del arte contemporáneo, del historiador francés Marc Jiménez. Aun compartiendo solo en parte las tesis de su autor, el libro de Jiménez me parece muy revelador de la crisis que el arte sufre desde los años ochenta y noventa del siglo XX, crisis que no se manifiesta por un descenso de la creatividad, muy al contrario: nunca se había creado tanto. De hecho hay una inflación de propuestas artísticas nuevas. Lo que ocurre es que se trata de propuestas estériles pues caducan antes de encontrar a su público, desplazadas por otras novedades que se superponen, en una carrera alocada hacia no se sabe muy bien dónde. Después de que las vanguardias de principios del siglo XX pusieran patas arriba los conceptos tradicionales del arte, al artista le quedó el más difícil de los caminos: el arte ya no sería valorado por la perfección de su factura, por la habilidad artesanal del artista, sino por su aportación a la Historia del Arte, por su originalidad. El problema es que, en ese caso, un espectador mínimamente cualificado de arte ya no puede observar con ingenuidad la nueva propuesta artística, pues para valorar su importancia hay que conocer la evolución del arte anterior y deducir, en consecuencia, su originalidad, es decir, su capacidad de aportar algo nuevo a la serie. 


El soliloquio del arte actual dio comienzo cuando los artistas dejaron de trabajar por encargo. Hasta el siglo XVIII, el artista tenía que adaptarse a las exigencias del cliente que pagaba la obra. La originalidad del artista se mantenía dentro de los límites marcados por la naturaleza del encargo. El artista de renombre, liberado hoy en día de la necesidad de satisfacer al cliente, (que compra una firma y no impone su propio gusto cuando encarga; es probable que ni tenga gusto), no se siente atado más que a los vaivenes de su creatividad, lo cual conduce al ensimismamiento. Además, si de lo que se trata es de ser original, cualquier artista puede serlo, al menos una vez en su vida. Entonces, desechado el criterio del dominio del oficio, por anticuado, ¿cómo establecer un baremo objetivo que permita distinguir entre los grandes artistas y los medianos? ¿La cotización, establecida por el mercado, como en la Bolsa? ¿La originalidad, que nos convierte a todos, potencialmente, en artistas contemporáneos?