11/12/11

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Sergio Martínez Luna - salonkritik

La difusión del uso de la violencia se extiende más allá de los límites marcados para su monopolio por los estados-nación modernos. El surgimiento de una variedad de actores a partir de la caída del muro de Berlín —desde las redes terroristas al tráfico de armas, desde las corporaciones militares a las empresas privadas de seguridad— ha movilizado estrategias de gestión de contenidos y recursos políticos, económicos, simbólicos y culturales. Estas son en buena medida inéditas, porque su contexto de implantación es el de la sociedad civil y la vida cotidiana, aunque los límites entre intereses privados y públicos se desdibujan rápidamente. El cambio se corresponde con la globalización de la economía y la circulación de personas, mercancías e imágenes. Jean Baudrillard observó la emergencia de una “violencia de lo global”, cuya propagación es viral y contagiosa (1). Mary Kaldor ha estudiado cómo los principios posfordistas desbordan la esfera de la economía para modelar nuevas modalidades de la violencia que mezclan la acción militar, la estrategia terrorista, el crimen organizado y la violación de los derechos humanos(2). Asentada en la sociedad civil, la violencia pasa a ser transnacional, mientras que los marcos de jurisprudencia ligados al estado-nación quedan diluidos.

El concepto de cultura es inoperante cuando se convoca dentro de la retórica de las culturas de, una inflexión presente más allá del círculo de la teoría cultural que solo ofrece una ampliación banal de los límites tipológicos del estudio cultural. Estos desplazamientos extensivos dan por buenas las divisiones entre el contenido y sus márgenes, las formas de acceso al conocimiento y los procesos por los que este se renegocia. Será entonces necesario plegar la noción de cultura de la violencia sobre la de violencias de la cultura. Es decir, el análisis de "la presencia de la violencia (política o cotidiana, estructural o microsocial, física o simbólica, visible o invisible, experimentada o imaginada) en instituciones o campos culturales, alejados a menudo de los que se asignan normalmente a la expresión o la resolución de conflictos" (3).

El proceso de globalización de la violencia tuvo su cumplida escenificación planetaria en los atentados del 11 de septiembre. La cultura no fue simplemente evacuada por el estruendo de los ataques, más bien quedaron expuestas sus nuevas relaciones con la economía y la estrategia geopolítica. El ataque se apropió del imaginario hollywoodense- la más sobresaliente manifestación de la industria cultural- de la catástrofe y el Apocalipsis espectacularizado. Por otro lado, la gestión de aquella crisis se articuló, tanto por el gobierno norteamericano como por buena parte de la sociedad civil, en referencia a los parámetros estadounidenses de la libertad y la tolerancia a la diversidad cultural y religiosa. Pero esto no evitó, más bien sirvió de coartada, el inicio de una campaña por la revancha y la seguridad —la "guerra contra el terror"—, que gravitó sobre el racismo y la suspensión de derechos ciudadanos básicos. Recuérdense episodios como los de Guantánamo, Abu Ghraib o la aprobación del Patriot Act, ley que puso fin a los controles judiciales, la suspensión del habeas corpus o el endurecimiento de las medidas contra los inmigrantes —el arresto justificado por la sospecha (basada a menudo en marcadores étnicos) o la eliminación de los derechos de asociación y circulación—. Como advierten Joseba Zulaika y William A. Douglass se instauró aquí un estado de excepción, que legitima la aplicación de un conjunto de normas situadas más allá de la legalidad que se dice defender. La lógica del estado de excepción es, según Agamben, aquella que hace imposible distinguir entre la ejecución de la ley y su misma transgresión, viniendo así a converger lo que se ajusta a la norma y lo que la viola: "Guantánamo, que puede ser descrito como el bastión último de la civilización contra el terrorismo, es también la negación final de toda legalidad doméstica e internacional" (4).
La suspensión de la legalidad se basa en la idea de que el terrorismo representa una versión excepcional de la violencia, incomparable, por irracional e indiscriminada, a cualquier otra. Si el otro terrorista se encuentra intrínsecamente fuera de la ley, los medios para combatirlo replicarán ese desplazamiento, declarándose ellos mismos por encima de la legalidad. Cualquier tentativa de explicación se juzgará como cómplice de una legitimación política. Es necesario dar un paso atrás para entender el dilema envenenado que la ideología hegemónica impuso en aquel momento y en el que seguimos enredados: estar con ellos o con nosotros. Dudar de las condiciones en las que se enuncia esta elección será considerado automáticamente como una debilidad, una traición implícita por la que se legítima el terrorismo. Para patrullar las fronteras de la esfera pública se ha invocado un feroz antiintelectualismo que presume de llamar a las cosas por su nombre —en la práctica, la su stitución de la reflexión por el argumento ad hominen—. Pero, como advierte Zizek: "es justamente en esos momentos de aparente claridad en la elección, en los que la mistificación se hace absoluta"(5).
Culturas de la violencia, violencias de la cultura
Funciona aquí, en efecto, una lógica del tabú, sobre la que las democracias occidentales hacen gravitar la distinción normativa entre civilización y barbarie, marcando así los umbrales del reconocimiento de lo humano. En este punto prestaría atención a la evolución del pensamiento antropológico y las derivas actuales del concepto de cultura, y a lo que pueden aportar al problema actual del conocimiento cultural. En el cuadro moderno de las ciencias humanas la antropología asumió, como ”Ciencia del Hombre”, la tarea de definir “científicamente” las categorías de la Naturaleza y la Cultura, arrastrando todos los sesgos ideológicos (raciales, étnicos, de género, clasistas) que recorren ese proyecto.
Si el reparto del poder ha sido una cuestión antropológica central para entender las estructuras de dominación, el enfoque reflexivo que adoptó la antropología reorientó este conjunto de problemas sobre su propia identidad disciplinaria. La antropología se redescubrió a sí misma como saber implicado en la contestación de los procesos por los que la gente sufre las consecuencias del ejercicio del poder. Pero ello acabó, inevitablemente, dirigiéndose a la propia herencia colonial de la antropología, es decir, la episteme que le concedió las condiciones de posibilidad para ganar una voz legítima dentro del edificio de las ciencias sociales a finales del siglo XIX.
La violencia epistémica, según Gayatri Spivak, es una forma de ejercer el poder simbólico que minoriza y descarta los “significados de la vida cotidiana, jurídica y simbólica de grupos e individuos”, despojándolos del repertorio de sistemas de representación y subjetivación que articulan su experiencia y su memoria del mundo (6). Es una operación de silenciamiento e invisibilización que determina una economía de la representación y enuncia un cierto relato identitario. Esta división de lo sensible institucionaliza un reparto de lo visible y lo decible que es, por hegemónico, evidente e incuestionable, no mediado y coincidente con las verdades del “sentido común”. De acuerdo con esta (mono)lógica, los conceptos del otro y de la alteridad quedan asociados a actitudes consideradas automáticamente positivas, como la tolerancia. Al evitarse el cuestionamiento de estas correspondencias se impide entender las operaciones por las que se sigue cosificando y exotizando al otro, así como el papel que desempeñan esas actitudes en el sostenimiento de las desigualdades de poder y en la preservación de una mirada cuya herencia imperialista queda obviada.
No obstante, no basta con reconocer la carga de violencia que atraviesa al conocimiento cultural. Se trata, más bien, de dinamizar las relaciones entre los conceptos que se hacen funcionar dentro de ese discurso. Los momentos de interacción entre sujeto y objeto no son formas de sancionar o instrumentalizar una teoría dada, sino escenarios de producción de subjetividad. Esta orientación ofrece un enfoque más complejo a las relaciones entre cultura y violencia al definir un marco conceptual en el que la cultura como concepto no se limita a proyectarse procedimentalmente sobre su objeto. El encuentro con la violencia señala uno de esos momentos críticos en el desarrollo del conocimiento cultural que cuestiona las distancias sobre la que este se conforma como saber experto. Las totalidades son construidas en referencia al objeto de interés, que quedará perfilado en base a tal esfuerzo, pero en este proceso de interacción también se ven afectados el sujeto de conocimiento —incluida su estabilidad corporal— y los conceptos que se ponen en juego. Las modalidades en las que se entiende el fenómeno de la violencia —étnica, política, sexual, cotidiana, simbólica— están siempre inmersas en múltiples procesos de articulación que no pueden ser determinados de antemano.
No se trata de alcanzar una tipología capaz de agotar la multiplicidad de rasgos que todo fenómeno social presenta, sino de explorar las relaciones entre el investigador, el concepto y el objeto. En la situación del encuentro etnográfico dichas relaciones adquieren un peculiar estatus, característico de la antropología, pero exportable a otras disciplinas comprometidas con el análisis cultural. Cuando el encuentro etnográfico, con su aparato de distancias objetivantes y recursos normativos, se enfrenta a situaciones o contextos de violencia — no siempre reconocidas así por algunos de los actores, piénsese en casos de violencia ritual o en usos legítimos de la fuerza— esa peculiaridad se vuelve controvertida.
No hablamos aquí solo de cuestiones éticas surgidas en el desarrollo del trabajo de campo, sino de la forma en que estas se entrecruzan con problemas epistemológicos que afectan integralmente a los presupuestos mismos de la investigación cultural y a sus metodologías. Estudiando la violencia de género en la sociedad india, Veena Das señala cómo los lenguajes del dolor a través de los que las ciencias sociales podrían ver, tocar o tornarse cuerpos textuales en los que la experiencia de la violencia encontraría una expresión son irremediablemente elusivos (7). Este no es un lamento pantextualista, sino la constatación de que en estas situaciones los conceptos no son autoevidentes y, por ello, desplazan al objeto empírico sobre los procesos de su constitución y sus relaciones con otros objetos y sujetos.
Quizás entenderíamos los malentendidos que rodean al "giro etnográfico" si redefiniéramos el trabajo etnográfico como un acontecimiento y no como un procedimiento normativo dirigido al desvelamiento de una cultura. El encuentro etnográfico es una particular relación social que se pone en escena dentro de un determinado marco cultural. Su objetivo no es la descripción procedimental de una cultura, sino la experiencia de mise en scène a la que se somete un conjunto de métodos, representaciones y categorizaciones cuando se performan dentro de un proceso cultural. Los conceptos y los modos de hacer que el investigador cultural se trae de casa sufren una transformación en el encuentro con la diferencia cultural. Al mismo tiempo, ese proceso ejerce su influencia sobre los objetos y contextos de estudio. Pero todo ello afecta también a la propia configuración del sujeto de conocimiento, su identidad cultural, sexual o política. Este escenario está actualmente mutando: si la antropología ha prestado atención a una variedad de objetos, lo ha hecho organizándolos alrededor de una noción ilustrada de sujeto que se encuentra en crisis. Lo “humano” se enfrenta al hecho de que es una categoría histórica y culturalmente contingente. Los cambios que las actuales modulaciones tecnoeconómicas y biopolíticas ejercen sobre lo que significa ser humano y ser sujeto afectan a esa forma de conocimiento cultural, cuestionando la razón dualista sobre la que se sostiene. Neil L. Whitehead invita a contribuir a la emergencia de una antropología poshumana en la que se redefina al sujeto contemporáneo, posilustrado, como observador participante en la investigación cultural. La pretensión de explicar la violencia se vuelve una cuestión que apunta a cómo el conocimiento cultural se ve arrastrado y transformado por sus objetos (8).
Políticas del rostro y del duelo
La declinación cultural de la violencia cuestiona a los discursos que dicen cuánto valen unas vidas y otras, y cuál es el umbral a partir del cual es pertinente conmoverse o rebelarse ante la agresión, es decir, cuándo es legítima la elaboración del duelo. El bloqueo del duelo por los imperativos del revanchismo impide imaginar formas abiertas de comunidad política no basadas en la clausura y el miedo. El objetivo de una esfera pública global no sería ciertamente llevar a su cumplimiento el duelo, si es que esto es posible. Pero sin introducir este proceso en las configuraciones posibles de lo común seguimos anclados en esa libertad de ser pequeños que dictamina que la felicidad puede alcanzarse sin el acuerdo con los otros y que acaba por atrofiar nuestra experiencia del mundo. Es difícil imaginar un duelo que no sea una puesta en común de la pérdida y la desposesión, por mucho que las pseudoéticas de la superación personal y el pensamiento positivo pretendan alcanzar una “sanación” basada en la proyección psicológica. El duelo, señala José Miguel Marinas, gira alrededor de un límite constitutivo que impide que las historias de vida sean completas. Frente al modelo dominante de sujeto unidimensional, el duelo compone una subjetividad hecha de pérdidas y no de ganancias, articulándose en la tensión entre la rememoración y la fragilidad (9).
El rostro en Levinas es, sin ser necesariamente un rostro humano, aquello que transmite la vulnerabilidad de lo humano. Judith Butler ha dado una inflexión cultural a esta ética del rostro reubicándola dentro de un esfuerzo por describir el dolor y el sufrimiento humanos, capaz de presentar los rostros de aquellos contra los que se ejerce la guerra y la violencia. La forma en que se delimita el espacio legítimo de lo visible tiene que ver con la privación de rostro a aquello que se considera encarnación del mal. Se evita así una elaboración del duelo que, como tal, se atreva a reconocer el valor de toda vida y a oponerse a toda violencia. Una política del rostro es una política de la representación preocupada por problematizar los límites de la humanización. La cuestión no es simplemente dar rostro a quien no lo tiene, sino que este sea capaz de ser aprehendido como próximo, es decir, como prójimo. Aquellos que gozan de representación, apunta Butler, tienen más posibilidad es de ser considerados como humanos que los que no disfrutan de ella. Pero no es menos cierto que existen estrategias de negación de la humanidad basadas en el uso deshumanizador del rostro y la personificación, mientras que la ausencia de rostro puede ser la cifra ética de una humanización por recibir y elaborar (10).
Los medios gestionan esta economía de la representación y de los rostros. La captura de Bin Laden se nos ofreció a través de las caras de los miembros del gobierno estadounidense, que mostraban indirectamente lo que sucedía. Contemplamos este acontecimiento en los ojos de los responsables de elaborar un cierto relato de los hechos, levantado sobre una proclamada transparencia democrática. Lo que se nos evita ver aquí es menos el rostro del otro que nuestro propio rostro, es decir, la forma en que nosotros mismos, que ejercemos la justicia, estamos implicados en eso contra lo que luchamos (11). Sí se nos permitió, en cambio, ver repetidamente las imágenes desquiciadas del linchamiento de Gadafi. Estas muestran cómo hace justicia un otro, que, al fin y al cabo, sigue anclado en la barbarie, aunque debamos apoyarle en su camino a la democracia, cuyo final será un triunfo para el occidente civilizado. Necesitamos cuestionar estas narrativas, reubicar las imágenes en otros marc os, desafiar nuestros imaginarios para reconocer las conexiones culturales que quedan obviadas en las alternativas impuestas. Preguntémonos, por ejemplo, qué tipo de subjetividad y de realidad vendría a componerse en una constelación donde se encontraran, o chocaran, la imagen de la situation room, el imaginario occidental de las mujeres musulmanas privadas de rostro, y el film de Kiarostami Shirin, la proyección de una versión cinematográfica del poema medieval persa a través de las caras de sus espectadoras.
Una división de lo visible y lo decible configura una cultura y un sujeto visual. Más que un espacio de comprensión ya dado, es un escenario en disputa donde se juega lo que es legítimo percibir y lo que no. Existe, entonces, una política que compromete a lo visual, conectado con los otros sentidos, y que pugna por hacer presente al sujeto en la formación de órdenes culturales genéricos. El sujeto visual es, según Nicholas Mirzoeff, tanto el agente de la mirada como el objeto de ciertos discursos sobre la visualidad. Este se reconfigura en la tensión entre las narrativas oficiales de los acontecimientos y el deseo, que le mantiene pegado a la pantalla, de atisbar “ese elusivo algo que nos permita contar una historia distinta”(12). Pero si la visualidad, los media o la espectadoriedad son ya acontecimientos en sí mismos- creadores de significados, más que simples transmisores-, no se tratará de desvelar la verdad que supuestamente se esconde tras la imagen sino de articular una crítica de la visualidad en la globalización y su gestión del espacio-tiempo, de los cuerpos y de las subjetividades.
En las zonas de fricción entre lo global y lo local prenden las contradicciones desalojadas de la esfera pública. En ellas se impone una clausura mediática apoyada en una sucesión interminable de pseudoacontecimientos. La desigualdad que el orden global expande por los ámbitos locales no debe ser expresada si no se quiere que a través de estas se perfile una contestación y un cuerpo políticos. Esta impotencia inoculada se encuentra detrás de esa necesidad compulsiva de tomar parte, de un modo u otro, en el espectáculo, dar cuenta de que se estuvo allí mostrando una imagen, incluso si lo que queda testimoniado en ella sea la humillación del otro- y, así, nuestra incapacidad para vencer a la indiferencia. La visualidad global en tiempo real apunta hacia una cultura digital emancipatoria tanto como a un estado de guerra y vigilancia permanente cuyo horizonte es la dominación total (13).
La tensión entre lo global y lo local es el locus de una crisis de representación que afecta a las formas de lo común y a las políticas del tiempo y del espacio, al conocimiento cultural y a las ciencias humanas. En la medida en que el duelo gira sin descanso en torno a las transacciones entre el cuerpo y el lenguaje significa un conflicto irresuelto para una esfera pública pacificada que pretende cicatrizar las heridas del pasado mediante la fetichización de la memoria. Esa necesidad de compartir la experiencia, abismada tan a menudo en la banalidad, toma otras formas cuando acierta a exponer los mismos imperativos que impiden articular una respuesta diferente. Son formas de expresión del dolor que hacen de esa impotencia el límite constitutivo desde el que mostrar la precariedad de la vida que asoma en las grietas de la seguridad mundial y el panóptico extendido. Es desde estos espacios de duelo en los que se cruzan la violencia estructural y cotidiana con la memoria de la exclusión, donde podría recomponerse una idea de comunidad, una contestación global capaz de conjugar las divisiones culturales como una política de la traducción, en la que los lenguajes políticos estén mutuamente abiertos a la transformación (14).
Que las ideas y los mapas cognitivos sobrecodificados que nos fueron administrados para entender la guerra contra el terror- desconfianza, miedo, suspensión de derechos ciudadanos- se hayan reciclado hoy para explicarnos la crisis financiera sólo muestran su falsedad y su inutilidad para expresar en una respuesta cosmopolita lo que nos pasa.
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Notas
(1) Baudrillard. The Violence of the Global. www.ctheory.net/articles
(2) Kaldor. New and Old Wars: Organised Violence in a Global Era. Cambridge, Polity Press, 2006.
(3) Ferrándiz Martín y Feixa Pampols. “Una mirada antropológica sobre las violencias”, en Alteridades, 14 (27), 2004. Págs. 159-174.
(4) Zulaika y Douglass, “Imperio sin ley: Guantánamo, Patriot Act y Abu Ghraib”, en Beriain (Ed.) Modernidad y violencia colectiva. Madrid, CIS, 2004. Pág. 348.
(5) Zizek. Bienvenidos al desierto de lo real. Madrid, Akal, 2005. Pág. 45.
(6) Spivak. “Can the Subaltern Speak?”, en Nelson y Grossberg (Ed.) Marxism and the Interpretation of Culture, Londres, Macmillan, 1988.
(7) Das. Life and Words. Violence and Descent into the Ordinary. Berkeley, California U. Press, 2006.
(8) Whitehead. “Post-Human Anthropology”, en Identities: Global Studies in Culture and Power, 16, 2009. Págs. 1-32.
(9) Marinas. La escucha en la historia oral, Madrid, Síntesis, 2007.
(10) Butler. Vidas precarias. Buenos Aires, Paidós, 2006.
(11) Zizek. Op. Cit. Pág. 48.
(12) Mirzoeff. “Invisible Empire: Visual Culture. Embodied Spectacle, and Abu Ghraib”, en Radical History Review, 95, 2006. Págs. 21-44.
(13) Ibid.
(14) Buck-Morss. Pensar contra el terror. Madrid, Antonio Machado, 2010. Pág. 23.