En la primera entrega de este texto, hablaba de la Selectric 251, la máquina de escribir anticuada que, en el mundo tecnológicamente avanzado de Fringe,
sirve como herramienta de comunicación entre los dos universos
paralelos de los que habla la serie, incorporando una especie de aura
que convierte la tecnología en “médium” y la sitúa en el dominio de lo
mágico y lo esotérico.
Otra máquina de escribir obsoleta, también encontrada en una tienda
de objetos de segunda mano, en este caso en Vancouver, es la
protagonista de Rheinmetall / Victoria 8 (2003), una de las piezas más célebres del artista canadiense Rodney Graham. En la obra, las imágenes de la Rheinmetall
–un loop de 10’50’’ filmado en 35 mm en el que aparecen diversos planos
de esta máquina de escribir alemana de los años treinta– conviven con
el artefacto del que emergen las imágenes, el Victoria 8, un proyector
italiano de 1961 que tiene una presencia material en la sala y que
dialoga a varios niveles con la propia imagen que proyecta.
La película muestra una serie de primeros planos de la máquina de
escribir. Planos en los que nada se mueve y que podríamos confundir con
fotografías de no ser por el sutil, casi imperceptible, movimiento de la
proyección, así como por el sonido del paso de los fotogramas, que nos
hace conscientes de que, en efecto, no estamos ante una imagen fija,
sino ante una imagen movimiento. Movimiento que se ve confirmado cuando,
en un momento determinado, un nube de polvo blanco que emerge de la
nada comienza a caer como una nevada sobre de la máquina de escribir y
acaba cubriéndola casi por completo.
Escribe Rodney Graham que, cuando encontró la máquina, tuvo la
sensación de que nadie jamás había escrito una sola palabra con ella.
Estaba en su caja, flamante, inmaculada “como si hubiera estado
perfectamente preservada en una cápsula del tiempo” (Graham 2004, 154).
Descartada de la línea del tiempo, abandonada y dejada a un lado del
curso del progreso, la máquina mantenía, sin embargo, toda su potencia
absolutamente intacta. Era pura promesa. Un objeto sin ningún tipo de
memoria de uso, pero al mismo tiempo cargado de futuro. La obsolescencia
se presentaba allí de modo radical. Un objeto muerto antes de haber
comenzado a respirar.
En los diez minutos que dura el film, Graham condensa la supuesta
vida del objeto. Los primeros planos muestran la máquina en su caja
original. Después, se presenta el objeto desde todas las perspectivas,
casi como un catálogo de los diversos planos del objeto, mostrando la
potencia y la promesa de ese objeto que nunca ha sido utilizado. Y por
último, el objeto es devorado por el tiempo, representado por el polvo
que lo arrasa y lo sepulta. El objeto, pura potencia, pura promesa, se
convierte entonces en ruina. Y el artista escenifica este arruinamiento
del objeto visibilizando a través del polvo algo que ya estaba ahí,
aunque no era tan fácil del percibir: el paso del tiempo.
Presencias materiales
La escenificación de la muerte de la máquina de escribir convive en
esta obra con la resurrección de otro objeto obsoleto y abandonado, el
proyector Victoria 8. Este objeto descartado tiene una
presencia material, casi escultórica, en la sala y proyecta las imágenes
de la máquina de escribir. Mientras que la máquina está inhabilitada
por el tiempo, el proyector, en cambio, sigue sirviendo a su función. Y
opera al mismo tiempo como objeto en sí –sobre el que el espectador
dirige su mirada– y como medio –como herramienta que sirve para la
proyección de la imagen–. Es un medio y un fin.
Graham muestra aquí que el film no es sólo la proyección, sino
también la materialidad en torno a las imágenes. En cierta manera, el
proyector adquiere la presencia que tenía en el cine primitivo. Como se
ha señalado en más de una ocasión (Rees et al. 2011), el cine de
exposición recupera esta espacialidad del cine primitivo en la que las
imágenes estaban fijadas al dispositivo del que emergían y mantenían con
él una especie de anclaje material. Una materialidad que comienza a
desaparecer en el momento en el que el espacio del cine se vuelve
abstracto, oscuro e incorpóreo, el momento en el que la presencia del
dispositivo se intenta eliminar por todos los medios para convertir las
imágenes de la pantalla en un correlato perfecto de la proyección
mental.
El regreso del cine al museo, del que la obra de Graham es tan sólo
uno de los muchos ejemplos que se podrían nombrar (ver Balsom 2009),
vuelve a poner en escena esta materialidad del cine que había sido
descartada y abandonada. Y lo hace a través sobre todo de la
resurrección y la puesta en funcionamiento de sus aparatos, la
introducción de una espacialidad concreta y localizada, y la atención a
la materialidad y la tactilidad del medio, que quiebra su transparencia y
se muestra como algo opaco, presente e ineludible, como una especie de
mancha en la imagen que ya no puede ser borrada. El medio, literalmente,
se sitúa “en medio”, y ya no es una pantalla invisible, sino un objeto
que se resiste a ser movilizado y convertido en pura imagen.
Estos usos de la obsolescencia en el arte contemporáneo presentan al
final una especie de nostalgia del medio, en este caso, el cine,
entendido como un sistema de experiencias, una manera de relación con el
mundo que ha comenzado a desaparecer. Una especie de duelo por lo
analógico que tendría de algún mode su último y mayor “monumento” en la
reciente intervención de Tacita Dean en la Sala de Turbinas de la Tate
Modern. Film, esa gran proyección que es en sí misma un
fotograma, es quizá el último lamento por la obsolescencia del cine
analógico y por la desaparición de una tecnología y todo lo que ésta
implica: un régimen de experiencias, promesas, sueños, memorias y
vivencias.
En su respuesta al cuestionario de la revista October sobre
la presencia de lo obsoleto en el arte contemporáneo, Tacita Dean
observaba que “la obsolescencia es algo acerca del tiempo, de la misma
manera que el cine es acerca del tiempo: tiempo histórico, tiempo
alegórico, tiempo analógico. No puedo ser seducida del mismo modo por el
tiempo digital; igual que el silencio digital, está falto de vida. Me
gusta el tiempo que puedes oír pasar: el silencio punzante de la cinta
magnética callada o el del la energía estática en una grabación (Baker
et al. 2001, 25).”
Sin lugar a dudas, la espectacular intervención de Dean en la sala de
turbinas, como la pequeña instalación de Graham, y como tantas y tantas
obras recientes, presentan esa vida de lo analógico como algo que se
resiste a ser sustituido por lo digital (Nardelli 2009). Una resistencia
que acontece a través de la propia materialidad del medio, pero que lo
hace ahora en un espacio que ya no es el suyo. Porque esa preservación
de la vida analógica no tiene lugar en el cine, sino el museo, que en
cierta manera comienza a funcionar como hospital, como sala de curas –el
término “curador” tomaría aquí un sentido médico– , como un espacio en
el que estos medios despliegan una especie de “vida artificial”, tras
haber sido expulsados del espacio al que supuestamente pertenecen.
Nostalgia enmudecida
Es curioso, sin embargo, cómo el cine contemporáneo comercial
performa la misma pulsión nostálgica por el cine del pasado, aunque los
resultados son completamente diferentes. Allí, el regreso de lo obsoleto
no se produce mediante la curación y la activación del medio, sino a
través del pastiche y la subsunción de la potencia enunciativa de lo
anticuado por parte de la tecnología más avanzada. Es decir, los medios
nostálgicos se convierten en mera decoración, en atrezo de los nuevos
medios. Un ejemplo reciente de esto lo encontramos en Super 8,
la película de J. J. Abrams producida por Steven Spielberg. En ella se
despliega la nostalgia por un medio y una tecnología que ha formado el
imaginario de toda una generación. Sin embargo, aparte de lo anecdótico,
en el film no hay lugar para el potencial de la cámara Super-8, que
permanece muda durante todo el metraje, y apenas puede hablar como
comentario infantil durante los títulos de crédito a través de la
historia de
zombis contada por los niños –no sabemos si ese muerto viviente es
también en el fondo una metáfora del propio cine–. Todo ese mundo
nostálgico, esa tecnología descartada que formó la pasión por el cine
del propio Abrams, es ahora asumido por la potencia de efectos
especiales y los medios espectaculares de Hollywood.
La famosa secuencia del accidente del tren, por ejemplo, está grabada
con una tecnología que hace enmudecer al cine anterior. En lugar de
dejar hablar a la cámara de los niños, que graba el accidente, y
hacernos ver ese acontecimiento a través de la Super-8, Abrams muestra
el descarrillamiento mediante un régimen de visión panóptico e
hipervisual en el que hasta el más mínimo detalle es visto desde todos
los ángulos y perspectivas posibles. Desde todos, menos desde el del la
cámara Super-8, que vemos “mirar” desde el suelo, pero a cuya imagen no
tenemos acceso. Incluso en la película final filmada por los niños, el
accidente que se muestra es una reconstrucción artesanal de la escena,
pero no la escena real. La cámara es un testigo mudo de los
acontecimientos, como si Abrams, a pesar de la supuesta añoranza del
medio, no consiguiera en ningún momento llegar a creer en la capacidad
de esa tecnología analógica para dar cuenta del presente.
En Super 8, la afectividad y la nostalgia por lo que se ha
ido que aparece, entonces, como una mera estrategia de cambalache. Un
pastiche en el sentido clásico establecido por Jameson: “una parodia
vacía, una estatua con cuencas ciegas; los productores de la cultura no
tienen hacia dónde volverse, sino al pasado: la imitación de estilos
muertos, el discurso a través de todas las máscaras y las voces
almacenadas en el museo imaginario de una cultura que ya es global
(Jameson 1991, 44).” En la película de Abrams, el pastiche lo
encontramos tanto en la imitación de “maestros” del pasado –Spielberg y
la reactualización del cine juvenil de los ochenta: Los Gunnies–, como
en la puesta en juego de la estética retro que tan sólo aparece como
fondo de los acontecimientos, como decoración y memoria vacía. O lo que
es lo mismo: el pasado acontece como souvenir, como una capitalización del recuerdo y una mercantilización de la experiencia afectiva.
Tecnologías moribundas
Frente a esos usos de la nostalgia –analizados con gran acierto,
entre otros, por Andreas Huyssen (2002)–, el espacio artístico se
muestra –pretende mostrarse– como lugar de preservación de esas
tecnologías descartadas por el ritmo frenético del progreso. En el caso
de la obra de Rodney Graham, el objeto anticuado no es una mera
decoración, sino que intenta desplegar su potencia, aunque en este caso
la potencia sirva para enunciar su propia muerte al mismo tiempo que
pretende efectuar su proceso de duelo. El proyector y la máquina de
escribir proponen un espacio de comunicación continuo y un diálogo a
través del tiempo y el espacio. En la instalación –porque sin duda, con
el cine de galería debemos hablar de “instalación”, con el significado
espacial que esto conlleva– los dos objetos, las dos máquinas modernas
pero abandonadas, se comunican. Una muere sin haber nacido. La otra,
moribunda, nos hace ver la muerte de la primera, como si se tratase de
una reversión de tiempos
(después-antes-futuro-pasado-presente), pero también de espacios
(dentro-fuera-aquí- allá). Como sugiere el propio Graham, “los dos
objetos industriales se comunican uno con otro a través del espacio que
los separa, dos tecnologías obsoletas” (2004, 154). Un espacio-tiempo de
contacto que, como hemos comentado, ya no es el espacio del cine, sino
el del museo, la galería o, en extenso, el espacio simbólico del arte.
En ese espacio, los medios moribundos son curados temporalmente para
que representen su propio decaimiento. El museo funciona, de esa manera,
como un lugar de “remediación”, no sólo en el sentido de convivencia y
traducción de medios –tal y como lo han entendido Bolter y Grusin
(1999)–, sino en el sentido literal del término, como remedio médico y
cura de algo que está enfermo y agonizante. El museo se convierte así en
un hospital sanador de medios dolientes. Medios que, sin embargo, sólo
pueden vivir en ese espacio artificial, representando continuamente su
muerte, o mejor, su resistencia a morir.
El museo como cementerio o como sala de autopsias cede entonces su
lugar al museo como hospital y sala de cuidados intensivos. El museo
como UCI. Como hospital de medios, pero también de ideologías, historias
y experiencias. La paradoja, por supuesto, es que estos enfermos nunca
llegan a sanar del todo y que la cura sólo tiene efecto dentro del
propio hospital. Fuera de allí, en el mundo real, la ilusión se
desvanece.
Quizá sea que, en el fondo, más que de hospitales, estemos hablando
de casas encantadas. Y más que con enfermos, estemos tratando con
fantasmas. Entendido así quizá podamos llegar a comprender esos ecos y
reverberaciones de otro tiempo que se resisten a desaparecer. Espectros
que nos muestran los restos de un mundo que se ha ido y que, sobre todo,
nos advierten que nuestro presente también puede expirar en cualquier
momento. O quién sabe, que probablemente ya haya comenzado a hacerlo.
--------------------
Referencias
Baker, George et. al. 2001. "Artist Questionnaire: 21 Responses." October no. 100: 1-93.
Balsom, E. 2009. "A cinema in the gallery, a cinema in ruins." Screen no. 50 (4):411-427.
Bolter, J. David, y Richard Grusin. 1999. Remediation understanding new media. Cambridge, Mass: MIT Press.
Graham, Rodney. 2004. "Rheinmetall/Victoria 8", en Zwirner, Dorothea, y Rodney Graham. Rodney Graham, 154-155. Colonia: DuMont.
Huyssen, Andreas. 2002. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globaIización. México: Fondo de Cultura Económica.
Jameson, Fredric. 1991. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona: Paidós.
Nardelli, Matilde. 2009. "Moving Pictures: Cinema and Its Obsolescence in Contemporary Art." Journal of Visual Culture no. 8 (3):243-264.
Rees, A. L. et al (ed.). 2011. Expanded cinema : art, performance, film. London: Tate Gallery Pub.