26/12/11

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Miguel Á. Hernández-Navarro | salonkritik

El cine como ruina y el museo como hospital (Rheinmetall/Victoria 8 vs. Super 8)
En la primera entrega de este texto, hablaba de la Selectric 251, la máquina de escribir anticuada que, en el mundo tecnológicamente avanzado de Fringe, sirve como herramienta de comunicación entre los dos universos paralelos de los que habla la serie, incorporando una especie de aura que convierte la tecnología en “médium” y la sitúa en el dominio de lo mágico y lo esotérico.
Otra máquina de escribir obsoleta, también encontrada en una tienda de objetos de segunda mano, en este caso en Vancouver, es la protagonista de Rheinmetall / Victoria 8 (2003), una de las piezas más célebres del artista canadiense Rodney Graham. En la obra, las imágenes de la Rheinmetall –un loop de 10’50’’ filmado en 35 mm en el que aparecen diversos planos de esta máquina de escribir alemana de los años treinta– conviven con el artefacto del que emergen las imágenes, el Victoria 8, un proyector italiano de 1961 que tiene una presencia material en la sala y que dialoga a varios niveles con la propia imagen que proyecta.

La película muestra una serie de primeros planos de la máquina de escribir. Planos en los que nada se mueve y que podríamos confundir con fotografías de no ser por el sutil, casi imperceptible, movimiento de la proyección, así como por el sonido del paso de los fotogramas, que nos hace conscientes de que, en efecto, no estamos ante una imagen fija, sino ante una imagen movimiento. Movimiento que se ve confirmado cuando, en un momento determinado, un nube de polvo blanco que emerge de la nada comienza a caer como una nevada sobre de la máquina de escribir y acaba cubriéndola casi por completo.
Escribe Rodney Graham que, cuando encontró la máquina, tuvo la sensación de que nadie jamás había escrito una sola palabra con ella. Estaba en su caja, flamante, inmaculada “como si hubiera estado perfectamente preservada en una cápsula del tiempo” (Graham 2004, 154). Descartada de la línea del tiempo, abandonada y dejada a un lado del curso del progreso, la máquina mantenía, sin embargo, toda su potencia absolutamente intacta. Era pura promesa. Un objeto sin ningún tipo de memoria de uso, pero al mismo tiempo cargado de futuro. La obsolescencia se presentaba allí de modo radical. Un objeto muerto antes de haber comenzado a respirar.
En los diez minutos que dura el film, Graham condensa la supuesta vida del objeto. Los primeros planos muestran la máquina en su caja original. Después, se presenta el objeto desde todas las perspectivas, casi como un catálogo de los diversos planos del objeto, mostrando la potencia y la promesa de ese objeto que nunca ha sido utilizado. Y por último, el objeto es devorado por el tiempo, representado por el polvo que lo arrasa y lo sepulta. El objeto, pura potencia, pura promesa, se convierte entonces en ruina. Y el artista escenifica este arruinamiento del objeto visibilizando a través del polvo algo que ya estaba ahí, aunque no era tan fácil del percibir: el paso del tiempo.
Presencias materiales
La escenificación de la muerte de la máquina de escribir convive en esta obra con la resurrección de otro objeto obsoleto y abandonado, el proyector Victoria 8. Este objeto descartado tiene una presencia material, casi escultórica, en la sala y proyecta las imágenes de la máquina de escribir. Mientras que la máquina está inhabilitada por el tiempo, el proyector, en cambio, sigue sirviendo a su función. Y opera al mismo tiempo como objeto en sí –sobre el que el espectador dirige su mirada– y como medio –como herramienta que sirve para la proyección de la imagen–. Es un medio y un fin.
Graham muestra aquí que el film no es sólo la proyección, sino también la materialidad en torno a las imágenes. En cierta manera, el proyector adquiere la presencia que tenía en el cine primitivo. Como se ha señalado en más de una ocasión (Rees et al. 2011), el cine de exposición recupera esta espacialidad del cine primitivo en la que las imágenes estaban fijadas al dispositivo del que emergían y mantenían con él una especie de anclaje material. Una materialidad que comienza a desaparecer en el momento en el que el espacio del cine se vuelve abstracto, oscuro e incorpóreo, el momento en el que la presencia del dispositivo se intenta eliminar por todos los medios para convertir las imágenes de la pantalla en un correlato perfecto de la proyección mental.
El regreso del cine al museo, del que la obra de Graham es tan sólo uno de los muchos ejemplos que se podrían nombrar (ver Balsom 2009), vuelve a poner en escena esta materialidad del cine que había sido descartada y abandonada. Y lo hace a través sobre todo de la resurrección y la puesta en funcionamiento de sus aparatos, la introducción de una espacialidad concreta y localizada, y la atención a la materialidad y la tactilidad del medio, que quiebra su transparencia y se muestra como algo opaco, presente e ineludible, como una especie de mancha en la imagen que ya no puede ser borrada. El medio, literalmente, se sitúa “en medio”, y ya no es una pantalla invisible, sino un objeto que se resiste a ser movilizado y convertido en pura imagen.
Estos usos de la obsolescencia en el arte contemporáneo presentan al final una especie de nostalgia del medio, en este caso, el cine, entendido como un sistema de experiencias, una manera de relación con el mundo que ha comenzado a desaparecer. Una especie de duelo por lo analógico que tendría de algún mode su último y mayor “monumento” en la reciente intervención de Tacita Dean en la Sala de Turbinas de la Tate Modern. Film, esa gran proyección que es en sí misma un fotograma, es quizá el último lamento por la obsolescencia del cine analógico y por la desaparición de una tecnología y todo lo que ésta implica: un régimen de experiencias, promesas, sueños, memorias y vivencias.
En su respuesta al cuestionario de la revista October sobre la presencia de lo obsoleto en el arte contemporáneo, Tacita Dean observaba que “la obsolescencia es algo acerca del tiempo, de la misma manera que el cine es acerca del tiempo: tiempo histórico, tiempo alegórico, tiempo analógico. No puedo ser seducida del mismo modo por el tiempo digital; igual que el silencio digital, está falto de vida. Me gusta el tiempo que puedes oír pasar: el silencio punzante de la cinta magnética callada o el del la energía estática en una grabación (Baker et al. 2001, 25).”
Sin lugar a dudas, la espectacular intervención de Dean en la sala de turbinas, como la pequeña instalación de Graham, y como tantas y tantas obras recientes, presentan esa vida de lo analógico como algo que se resiste a ser sustituido por lo digital (Nardelli 2009). Una resistencia que acontece a través de la propia materialidad del medio, pero que lo hace ahora en un espacio que ya no es el suyo. Porque esa preservación de la vida analógica no tiene lugar en el cine, sino el museo, que en cierta manera comienza a funcionar como hospital, como sala de curas –el término “curador” tomaría aquí un sentido médico– , como un espacio en el que estos medios despliegan una especie de “vida artificial”, tras haber sido expulsados del espacio al que supuestamente pertenecen.
Nostalgia enmudecida
Es curioso, sin embargo, cómo el cine contemporáneo comercial performa la misma pulsión nostálgica por el cine del pasado, aunque los resultados son completamente diferentes. Allí, el regreso de lo obsoleto no se produce mediante la curación y la activación del medio, sino a través del pastiche y la subsunción de la potencia enunciativa de lo anticuado por parte de la tecnología más avanzada. Es decir, los medios nostálgicos se convierten en mera decoración, en atrezo de los nuevos medios. Un ejemplo reciente de esto lo encontramos en Super 8, la película de J. J. Abrams producida por Steven Spielberg. En ella se despliega la nostalgia por un medio y una tecnología que ha formado el imaginario de toda una generación. Sin embargo, aparte de lo anecdótico, en el film no hay lugar para el potencial de la cámara Super-8, que permanece muda durante todo el metraje, y apenas puede hablar como comentario infantil durante los títulos de crédito a través de la historia de zombis contada por los niños –no sabemos si ese muerto viviente es también en el fondo una metáfora del propio cine–. Todo ese mundo nostálgico, esa tecnología descartada que formó la pasión por el cine del propio Abrams, es ahora asumido por la potencia de efectos especiales y los medios espectaculares de Hollywood.
La famosa secuencia del accidente del tren, por ejemplo, está grabada con una tecnología que hace enmudecer al cine anterior. En lugar de dejar hablar a la cámara de los niños, que graba el accidente, y hacernos ver ese acontecimiento a través de la Super-8, Abrams muestra el descarrillamiento mediante un régimen de visión panóptico e hipervisual en el que hasta el más mínimo detalle es visto desde todos los ángulos y perspectivas posibles. Desde todos, menos desde el del la cámara Super-8, que vemos “mirar” desde el suelo, pero a cuya imagen no tenemos acceso. Incluso en la película final filmada por los niños, el accidente que se muestra es una reconstrucción artesanal de la escena, pero no la escena real. La cámara es un testigo mudo de los acontecimientos, como si Abrams, a pesar de la supuesta añoranza del medio, no consiguiera en ningún momento llegar a creer en la capacidad de esa tecnología analógica para dar cuenta del presente.
En Super 8, la afectividad y la nostalgia por lo que se ha ido que aparece, entonces, como una mera estrategia de cambalache. Un pastiche en el sentido clásico establecido por Jameson: “una parodia vacía, una estatua con cuencas ciegas; los productores de la cultura no tienen hacia dónde volverse, sino al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de todas las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que ya es global (Jameson 1991, 44).” En la película de Abrams, el pastiche lo encontramos tanto en la imitación de “maestros” del pasado –Spielberg y la reactualización del cine juvenil de los ochenta: Los Gunnies–, como en la puesta en juego de la estética retro que tan sólo aparece como fondo de los acontecimientos, como decoración y memoria vacía. O lo que es lo mismo: el pasado acontece como souvenir, como una capitalización del recuerdo y una mercantilización de la experiencia afectiva.
Tecnologías moribundas
Frente a esos usos de la nostalgia –analizados con gran acierto, entre otros, por Andreas Huyssen (2002)–, el espacio artístico se muestra –pretende mostrarse– como lugar de preservación de esas tecnologías descartadas por el ritmo frenético del progreso. En el caso de la obra de Rodney Graham, el objeto anticuado no es una mera decoración, sino que intenta desplegar su potencia, aunque en este caso la potencia sirva para enunciar su propia muerte al mismo tiempo que pretende efectuar su proceso de duelo. El proyector y la máquina de escribir proponen un espacio de comunicación continuo y un diálogo a través del tiempo y el espacio. En la instalación –porque sin duda, con el cine de galería debemos hablar de “instalación”, con el significado espacial que esto conlleva– los dos objetos, las dos máquinas modernas pero abandonadas, se comunican. Una muere sin haber nacido. La otra, moribunda, nos hace ver la muerte de la primera, como si se tratase de una reversión de tiempos (después-antes-futuro-pasado-presente), pero también de espacios (dentro-fuera-aquí- allá). Como sugiere el propio Graham, “los dos objetos industriales se comunican uno con otro a través del espacio que los separa, dos tecnologías obsoletas” (2004, 154). Un espacio-tiempo de contacto que, como hemos comentado, ya no es el espacio del cine, sino el del museo, la galería o, en extenso, el espacio simbólico del arte.
En ese espacio, los medios moribundos son curados temporalmente para que representen su propio decaimiento. El museo funciona, de esa manera, como un lugar de “remediación”, no sólo en el sentido de convivencia y traducción de medios –tal y como lo han entendido Bolter y Grusin (1999)–, sino en el sentido literal del término, como remedio médico y cura de algo que está enfermo y agonizante. El museo se convierte así en un hospital sanador de medios dolientes. Medios que, sin embargo, sólo pueden vivir en ese espacio artificial, representando continuamente su muerte, o mejor, su resistencia a morir.
El museo como cementerio o como sala de autopsias cede entonces su lugar al museo como hospital y sala de cuidados intensivos. El museo como UCI. Como hospital de medios, pero también de ideologías, historias y experiencias. La paradoja, por supuesto, es que estos enfermos nunca llegan a sanar del todo y que la cura sólo tiene efecto dentro del propio hospital. Fuera de allí, en el mundo real, la ilusión se desvanece.
Quizá sea que, en el fondo, más que de hospitales, estemos hablando de casas encantadas. Y más que con enfermos, estemos tratando con fantasmas. Entendido así quizá podamos llegar a comprender esos ecos y reverberaciones de otro tiempo que se resisten a desaparecer. Espectros que nos muestran los restos de un mundo que se ha ido y que, sobre todo, nos advierten que nuestro presente también puede expirar en cualquier momento. O quién sabe, que probablemente ya haya comenzado a hacerlo.
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Referencias
Baker, George et. al. 2001. "Artist Questionnaire: 21 Responses." October no. 100: 1-93.
Balsom, E. 2009. "A cinema in the gallery, a cinema in ruins." Screen no. 50 (4):411-427.
Bolter, J. David, y Richard Grusin. 1999. Remediation understanding new media. Cambridge, Mass: MIT Press.
Graham, Rodney. 2004. "Rheinmetall/Victoria 8", en Zwirner, Dorothea, y Rodney Graham. Rodney Graham, 154-155. Colonia: DuMont.
Huyssen, Andreas. 2002. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globaIización. México: Fondo de Cultura Económica.
Jameson, Fredric. 1991. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona: Paidós.
Nardelli, Matilde. 2009. "Moving Pictures: Cinema and Its Obsolescence in Contemporary Art." Journal of Visual Culture no. 8 (3):243-264.
Rees, A. L. et al (ed.). 2011. Expanded cinema : art, performance, film. London: Tate Gallery Pub.