11/3/12

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María Virginia Jaua | salonkritik

a Julián Meza que nos descubrió la literatura del Otro: my dear professor

La primera impresión es que se ha llegado tarde. Todo ahí parece, padece, o mejor dicho, perece de cierta anacronía. Y cómo no tener esa sensación, cuando muchos de los países que se vieron apartados del destino común europeo por la cortina de hierro y a los que se supone ha llegado el momento de incorporar, finalmente lo hacen a una Europa en profunda crisis económica y a la que parece que algunos esperan ver desmembrarse. Por eso, habría que hablar aquí ya no de aquél “pasado de una ilusión” al que François Furet aludió en su libro sobre la utopía comunista, sino del presente de una “desilusión” por el que está atravesando Europa. 
Quizás eso es lo que encontramos en una de las muestras que actualmente se presentan en el Musac: Una sexta parte de la Tierra. Ecologías de la Imagen, un recorrido por el ecosistema artístico surgido en los países del este de Europa tras la desaparición del bloque soviético, comisariada por Mark Nash. A diferencia de la que hace un año propuso el Pompidou también conformada por artistas de Europa del este, Les promesse du passé, la exposición comisariada Nash plantea una revisión de la producción artística contemporánea y está conformada en su mayoría por obras en formato vídeo aunque también algunas derivan hacia la instalación y hacia el libro de artista.
El título de la exposición Una sexta parte de la Tierra alude una película del director ruso Dziga Vertov, quien presenta esa compleja red de intercambios y relaciones idealizada en la utopía comunista más allá del espacio y del tiempo y también lo viene a situar geográficamente frente al espectador, como si aún hoy —incluso con google— hiciera falta, como si esa región del mundo —a pesar de la caída del muro y de la globalización— fuera extraña: el eterno otro. Con ese gesto, en la muestra ya se revela una postura crítica que se completa con el concepto de ecología aplicado a la imágenes producidas en el ámbito artístico. Aquí la referencia es Guattari y su libro Les trois écologies en el que plantea la necesidad de establecer un eje ético y estético en los tres distintos tipos de ecología y sus relaciones complejas.
En ambas referencias encontramos una vocación utópica que curiosamente pervive al pasado comunista y se suma al planteamiento crítico de estos artistas contemporáneos con respecto a lo que en sus países se ha producido en las tres esferas planteadas por Guattari: la de la subjetividad del yo, la colectiva del cuerpo social y la ambiental a una escala global. Como resultaría imposible hablar aquí de las más de veinte horas de vídeos que suman todas las piezas de la muestra, nos centraremos en dos: “Game of changes” del colectivo Little Warsaw conformado por los artistas húngaros András Gálik y Bálint Havas, así como “Ballet in four seasons” del esloveno Andrej Zdravic.
En “Game of changes” vemos dos imágenes contrapuestas: a la derecha en blanco y negro un joven fuma mientras habla. Cuenta lo que para él es la competencia artística, la apropiación del lenguaje y afirma: “sólo cuando puedes nombrar aquello que ves puedes crear, solo en el habla es posible el pensamiento”, el brillo de su mirada revela una profunda avidez de experiencias y en repetidas ocasiones expresa su mayor anhelo: aprender. Él aún no lo sabe pero ya es un nostálgico: hay algo de anticipación en su discurso, un saber sutil del desencanto, quizás una intuición del desencuentro con lo que él mismo será. No fuma, exprime a fondo el cigarrillo entre sus labios, levanta las cejas y sus ojos azules parecen atraer todo a su alrededor con la fuerza de un campo magnético a punto de hacer eclosión.
A la izquierda de la pantalla otro hombre fuma. Un hombre cargado de peso, de años, de arrugas, de ojeras, de decepciones. Se parece al joven, podría ser el mismo o podría ser otro: quizás solo puede ser el mismo siendo otro. Intuimos que conserva algo detrás de las ruinas del tiempo, un cierto brillo que quiere salir de un iris opaco. A pesar de las ilusiones perdidas y de que aquél idealismo juvenil no haya podido encontrar lugar en un proyecto político, económico y social fracasado, ese hombre melancólico que fuma de la misma manera el mismo cigarrillo del otro que él fue y ya no es, en su renuncia y en su derrota afirma una victoria: “el mundo renace en cada uno”. Y a pesar de su rendición aparente, sus alumnos creen en él. Han sido ellos quienes han recuperado el antiguo material fílmico del profesor por entonces joven y han acudido a él para extraer lo que queda de ese saber y de aquel impulso juvenil. Ellos, los nuevos artistas que firman la pieza y dedicándola a s u maestro establecen la marca de ese renacer del mundo que les ha sido prometido:
“My dear professor, the way he was when I was born - 1971”.
Ahí está la prueba de que a pesar del descalabro ha habido un legado.
Mientras que en “Riverglass: a river ballet in four seasons” del artista esloveno Andrej Zdravic es algo distinto lo que nos interpela. En esta obra, pareciera que de lo que se habla no es de lo humano, sino de la naturaleza misma que se expresa en un ejercicio de autocontemplación. Filmada a lo largo de cuatro años por medio de un dispositivo creado por el propio Zdravic, en esta pieza la cámara, ubicada en el fondo de un río, va capturando el paso de las estaciones y con ellas el transcurrir del devenir no sólo del líquido vital sino de todo aquello que la circunda.
Ahí, en el agua, por fin parece encontrarse un remanso de paz, pues el paisaje no tiene memoria y si la tiene el correr del agua lo purifica. Además el paisaje está libre de la elucidación de su existencia. En él es otro tiempo el que habla, no el del pensamiento humano y ni el de la civilización; es otra voz la que se escucha por encima de la humana: la voz casi inaudible de un fluir. Pero estamos en Europa, seguimos allí, vemos sus montañas, sus ríos sus bosques, sabemos que ese paisaje no está del todo indemne: seguro ha sido escenario de cruentas guerras genocidas, seguro ha contemplado el horror. Y sin embargo, ahí también parece haber lugar para el sosiego.
Aunque la pieza -por esa vocación de registro- parece distanciarse de la noción de arte y de artista, no podemos olvidar que la mirada del hombre está detrás, ese ojo maquínico que ha registrado para nosotros un fluir al parecer eterno (y no humano) y en el que subyace un misterio ligado a lo mineral, a la vida secreta de las piedras, al rumor de los bosques, a la poesía que corre por entre los arroyos. También ahí —y no en el logos— el hombre busca consuelo: quizás como regreso a un estado anterior al pensamiento, anterior al ser. Y en algo la pieza también funciona como un espejo terrible de aquello humano que representa la civilización y deliberadamente aquí ha querido permanecer oculto, y que parece decir con una potencia poética borgiana:
“Eres el otro yo de que habla el griego y acechas desde siempre. En la tersura del agua incierta o del cristal que dura me buscas y es inútil estar ciego.”
Un espejo fluvial: otra manera de resistirse a la ceguera, de regresar el “otro” al sí mismo por la vía de la poesía. Muchas de las obras incluidas en esta exposición hablan precisamente de eso, sugieren esa búsqueda del otro, esa “reunificación” imposible y fracasada de las ecologías en las que se desarrolla la existencia. La sensación al final del recorrido confirma esa primera impresión de que no sólo ellos, sino también nosotros hemos llegado tarde al encuentro.
*Una versión de este texto ha sido publicada en Letras Libres.