13/5/12

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Francisco Jarauta | salonkritik


El presente texto es un fragmento de una versión más extensa que fue presentada en el marco de las conferencias y debates sobre el estado del arte durante la última Bienal de la Habana. Quizás por ello encontrarán que el incio del texto es directo: in media res. Sin embargo, creemos que los lectores son agentes "activos" y saben desde dónde se les está "hablando". Agradecemos al autor su generosidad por compartir sus reflexiones con los lectores de este Salonkritik y de los habituales Domingos de Festín Caníbal. MVJ
[...] A nadie escapa que nuestro mundo actual poco tiene que ver con el imaginado por los teóricos de los años '60. Los mapas que pudieron servir en aquel momento para representar el orden del mundo han resultado hoy definitivamente obsoletos. Todo ha cambiado, desde la estructura del sistema financiero y económico del mundo, al orden geopolítico, a las condiciones de desequilibro recientes en un sistema global profundamente asimétrico entre la complejidad creciente del planeta y las insuficiencias de las instituciones internacionales encargadas de garantizar una governance adecuada del mismo. Y no menos importante son los grandes cambios que se han dado en el campo de la cada vez más fuerte industria cultural que, apoyada ahora en los nuevos desarrollos tecnológicos, ha invadido con la alianza de mercados y comunicación todas las esferas de la vida privada. Todo esto acompañado de cambios antropológicos que han derivado hacia nuevos sistemas de valores. Los años '80 fueron el momento en el que una estetización progresiva de la cultura motivó la pérdida de aquella carga utópica que alimentó las ideas de las décadas anteriores y su capacidad crítica. Un fuerte y generalizado individualismo ocupó los espacios simbólicos favoreciendo un receso de las ideas críticas. Se trataba de un giro importante en el proceso de transformación de la cultura moderna que por cierto se vio acompañado de un crecimiento de la institución del arte. El circuito de museos, galerías, crítica y mercado... eran cómplices de una historia que había convertido el arte en un componente más del sistema de intercambio simbólico que caracterizaba a las sociedades postindustriales en su momento de máxima expansión. Jean Baudrillard analizaba la retroescena de este intercambio que volvía a hacer evidente el "tout devient marchandise" baudeleriano. Aquella pérdida de horizonte fue reivindicada desde discursos como el de Walter Benjamin inspiradores de reflexiones que como las de October y otras plataformas de pensamiento analizaban las implicaciones del "impulso alegórico" que dominaba los comportamientos del arte de los finales de los '80, tal como escribía Craig Owens.

Se ha hablado de un giro ético de la cultura a finales de los '90. Acontecimientos como la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, la disolución de la Unión Soviética, el final de la Guerra fría generó aquellas ilusiones que llevaron a pensar en "el final de la historia". Todo había concluido y había llegado el momento de celebrar un final de viaje coronado por el triunfo del Capitalismo liberal, como forma y método de organización del mundo. A este fácil e ingenuo optimismo no le secundó el sistema del arte, prefirió situarse al margen y decidir aquellas estrategias que le permitieran hacer suyos los grandes problemas del mundo entendidos en su dimensión más cosmopolita. Desde entonces se puede decir que es difícil intentar construir la agenda de estos problemas sin hacer referencia al trabajo del arte. En él se han ido registrando de una y otra forma todas aquellas situaciones que desde la emergencia constituían la voz de los nuevos conflictos. Bastaría recordar algunas citas de aquellos años. Pienso en la Bienal de Whitney de 1993, en Rites of passage de 1995 o la Biennale de Venezia de 1996 que volvía a plantear desde presupuestos problemáticos la frontera entre Identità e Alterità que ya desde antes constituía uno de los argumentos estratégicos del mundo del arte.
Todos ellos son momentos en los que se representa ese giro ético que el arte ha hecho suya su relación con la cultura y el mundo en el que se inscribe. Igualmente el giro afectará a la orientación de las formas de la crítica, forzada ahora a abandonar el espacio neutral de los análisis formalistas, derivados de una tradición lingüística que negó los contextos, para inscribirse en una perspectiva en la que la complejidad de los hechos culturales volvía a dominar la lectura e interpretación de la obra de arte. Esta ya no volverá a pensarse autónomamente, sino como un hecho cultural, inscrito en el sistema de relaciones que atraviesa toda cultura. Un debate que adquirirá particular relevancia en los últimos años y que incide igualmente en las ideas y estrategias que deben regir y orientar las instituciones del arte.
En este sentido es bien curioso observar cómo el problema de la identidad se ha convertido en una de las cuestiones centrales del debate contemporáneo. Las diferentes tradiciones críticas que más eficazmente han colaborado a definir el problema, han hecho posible un tipo de análisis que abarca tanto su perspectiva histórica como sus implicaciones críticas. Para unas y otras resulta claro que las supuestas identidades culturales nunca son algo que venga dado, sino que se construyen colectivamente a partir de la experiencia, la memoria, la tradición, así como de una amplia variedad de prácticas culturales, sociales y políticas. Este proceso debe ser pensado históricamente, es decir, a partir del sistema de relaciones que han definido los diferentes mundos culturales, a veces desinteresados por mostrar la lógica de sus propias identidades e imaginarios. Obviamente estos procesos no son autónomos. Por el contrario, operan dentro de un dinámico sistema de interdependencias, cuya lógica no es ajena a las relaciones de dominación que han regido entre las diferentes culturas. Foucault y E.W. Said, pero también Gayatri Spivak, Rey Chow o Homi Bhabha, entre otros, han mostrado el comportamiento de los mundos simbólicos en conflicto. Para estos análisis es necesario que afirmemos nuestras densas particularidades, nuestras diferencias, tanto las vividas como las imaginadas. La plural y siempre importante reflexión de la perspectiva postcolonial –tal como ha sido desarrollada por comparativistas y teóricos de la cultura– ha abierto nuevas direcciones de interpretación a cuya luz las relaciones de interdependencia son estructuralmente fundamentales a la hora de definir los diferentes universos culturales, que anteriormente eran considerados autónomos. Desde este punto de vista, toda cultura debe ser entendida como la producción incompleta de significado y valor, a menudo constituida por exigencias y prácticas complementarias. La cultura se extiende así para crear una textualidad simbólica que, como anota Homi K. Bhabha en Nation and Narration, todo orden simbólico postula.
Si el problema de la identidad ha ocupado un lugar central en las preocupaciones del arte a lo largo de las últimas décadas ha sido por ser una de las matrices más complejas a la hora de abordar en un contexto globalizado la especificidad de las culturas particulares y sus estrategias de afirmación o resistencia. En las ciencias sociales puede observarse un esfuerzo generoso por situar de nuevo los problemas y establecer una lógica de los procesos que dan cuenta de las diferentes modalidades identitarias. Por otra parte, a los procesos de mundialización que conllevan formas de progresiva homologación cultural caben dos respuestas: una, la de la resistencia que conduce a defender la especificidad de cada cultura frente al proceso de las mundializaciones pautadas; o, la de adoptar un mestizaje abierto que posibilite formas híbridas de identidades provisorias expuestas a nomadismos coyunturales. Una y otra se han dado en el panorama contemporáneo y el arte ha sabido interpretar unas y otras.
Si antes podíamos afirmar que resultaría difícil establecer la agenda de los problemas del mundo contemporáneo sin acudir al trabajo del arte como intérprete de los mismos, igualmente se puede decir que el arte ha sabido configurar un horizonte multicultural en el que las fronteras se reinterpretan y modulan de acuerdo a la nueva complejidad. Y es justamente el arte con sus lenguajes e intervenciones el que ayuda a construir una mirada abierta hacia una época profundamente multicultural. Y si se habla hoy de una cultura de la post-identidad –Cultures In-between, dirá Bhabha– es para indicar los procesos de desplazamiento que descentran y permeabilizan los referentes tanto simbólicos como imaginarios de las culturas contemporáneas.
Todas estas ideas son la base de un posible punto de partida para repensar el proyecto y las formas del arte. Uno y otro se asoman hoy a la emergencia de un nuevo cuerpo social, que irrumpe en las sociedades contemporáneas arrastrando consigo todos los problemas antropológicos y políticos del reconocimiento. Es una situación nueva, de creciente complejidad que se nos presenta con la exigencia de un debate abierto que ayude a plantear las nuevas geografías de lo social. Toca al arte y a la cultura del proyecto trazar la cartografía de ese nuevo mundo, es decir, construir los mapas y conceptos que permiten pensar las sociedades contemporáneas en su complejidad global. Esto implica una decisión sobre los tipos de estrategia a seguir en los procesos de intervención. Se trata de trazar proyectos de acuerdo a micropolíticas que permitan individuar e intervenir en lugares y situaciones concretas, un barrio, una escuela, un hospital..., marcadas por su especificidad y en los que la dimensión social resulta fundamental. Es ahí donde el trabajo del arte construye nuevas dimensiones, interpreta lo social y hace posible una dimensión utópica que pasa a ser el horizonte ético de toda experiencia humana.
Lo importante es construir una nueva forma de pensar, acorde con las condiciones de la nueva complejidad. Hoy, por ejemplo, la ecología nos obliga a pensar la ciencia y la política al mismo tiempo. Es la debilidad de ciertos discursos sobre la sostenibilidad que terminan siendo un inútil pliego de buenas intenciones. Si nos situamos en esa perspectiva, todo lo que tiene que ver con la cultura del proyecto debe ser repensado. John Berger lo recordaba recientemente. La primera tarea de cualquier cultura es proponer una comprensión del tiempo, de las relaciones del pasado con el futuro, entendidas en su tensión, en la dirección en la que convergen contradicciones y esperanzas, sueños y proyectos. Comme le rêve, le dessin! Sí, como el sueño, el proyecto, en esa extraña relación en la que se encuentran las ideas y los hechos, la tensión de un afuera que la historia transforma y el lugar de un pensamiento que imagina y construye la casa, la polis.