29/4/12

17:49
Alejandro Hernández Gálvez | salonkritik

El espacio de excepción en la arquitectura
«Y alzando el tazón dijo: introibo ad altare dei mei»
I
Desde su famoso inicio —Buck Mulligan consagrando el insignificante ritual cotidiano de afeitarse— el Ulises de James Joyce pone una cosa en vez de otra: en lugar del periplo del héroe clásico, un día cualquiera en la vida de un hombre cualquiera. Es uno de los signos de la modernidad tardía o, según se vea, de la postmodernidad: el hombre común, sin atributos, usurpando un sitio antes privilegiado para los seres excepcionales. Al plantear una odisea en la que el protagonista deambula por las calles de todos los días, la novela de Joyce trastoca y redefine el primer plano en el que se movían los héroes. ¿O serán acaso las connotaciones simbólicas de los espacios lo que marcan la excepción? La tribuna, el altar, el trono o el pedestal, en algún tiempo reservados para los destacados, ¿son simplemente los espacios que ocupan los personajes importantes, o son construcciones que intervienen de manera decisiva en la misma mecánica de esa distinción?

Al plantear el estudio de la historia del pasillo —más revelador y necesario de lo que en principio podría pensarse— Robin Evans compara la planta de un palacio renacentista, donde las habitaciones se suceden unas a otras, debiendo a veces atravesarse varias de ellas para llegar a la que se desea, con la estructura de las casas burguesas, en las cuales, desde el siglo XVII hasta comienzos del XX, la separación entre las zonas de estar y las zonas de servicio, conectadas entre sí por corredores, materializa espacialmente otra manera de entender socialmente la división entre sirvientes y patrones. El pasillo, dice Evans, es un mecanismo que permite el paso de la servidumbre y al mismo tiempo evita la molesta presencia del sirviente.
El Renacimiento no era, por supuesto, el paraíso de la igualdad social, pero esas diferencias, por más marcadas que fueran, no habían quedado inscritas todavía en la arquitectura. Evans menciona como ejemplo la Villa Madama, encargada entre 1518 y 1519 por el cardenal Giuliano de Medici y construida, en las faldas del Monte Mario, en Roma, por Antonio da Sangallo a partir de las ideas de Rafael Sanzio.
La presencia de Rafael no es en este contexto gratuita sino, al contrario, fundamental: la concepción geométrica que acogería la suntuosa vida del cardenal no era sino el desarrollo de algunas de las intuiciones del pintor que había desacralizado la figura de la Virgen. Al presentar la reproducción de una pintura de finales del siglo XV, frente a la Madonna dell’Impannata, pintada por Rafael en 1514, Evans subraya la notable diferencia entre ambas imágenes. En la primera las figuras son íconos, símbolos codificados que deben leerse, más allá de cualquier contingencia figurativa, como textos: son jeroglíficos.
La otra, la de Rafael, presenta personas reales, más de carne que de hueso, cuya relación con el tema tratado es casi accidental: a fin de cuentas da lo mismo quién sea el niño, la madre o los demás personajes. Otro detalle marca el salto cualitativo entre un cuadro y el de Rafael: en uno la Virgen está sentada sobre un trono que a su vez está sobre un pedestal: separada de todos, su excepcionalidad es también espacial. En la Madonna de Rafael, en cambio, todos los personajes comparten el mismo espacio, no sólo entre sí sino, además, con nosotros, los espectadores afuera del cuadro, hacia quienes un San Juan desnudo y adolescente dirige la mirada.
El espacio de la villa renacentista es parecido al de la pintura de Rafael: no impone una separación —aunque evidentemente exista—; las diferencias se articulan a partir de la posición misma del cuerpo en el espacio: el cardenal no necesita, en su palacio, ni un trono ni una sala para él mismo con el afán de distinguirse: él es la propia marca de su diferencia. Y con todo, está en el mismo espacio que su Corte.

II

La historia de la escultura es en buena medida análoga. Según Rosalind Krauss, la escultura no se vuelve moderna sino hasta con Rodin, esto es, cuando prescinde del pedestal. Por muy diferentes que sean, el lánguido David de Verrocchio y el más atlético de Miguel Ángel nos miran ambos —si acaso lo hacen— erguidos desde la cima de sus respectivos pedestales. Cualquier hombre es así un monumento. La escultura de Rodin, en cambio, está en el mismo espacio que nosotros: el pensador no está en un pedestal, se sienta a meditar sobre la primera piedra a su paso; los burgueses de Calais caminan por el parque junto a todos los hombres, y podrían ser cualquiera de nosotros: democracia escultórica.
Y lo mismo pasa con la comedia que se hace moderna, según Brian Boigon, cuando cualquiera habla de cualquier cosa. En un breve ensayo sobre el chiste de la comedia y la arquitectura modernas (reunido en una colección de ensayos sobre la obra de Mies van der Rohe, cuya arquitectura en cierto momento fue considerada sin chiste: recuérdese la transformación por parte de Robert Venturi del dictum miesiano less is more en less is a bore: de “menos es más” a “menos no tiene chiste”), Boigon traza una breve historia de la comedia donde el punto de quiebra se sitúa en el momento en que el maestro de ceremonias del teatro de revista cobra tal importancia que su sola presencia frente al telón se vuelve el acto completo: la así llamada stand up comedy. El comediante moderno, dice Boigon, no se esconde tras la narrativa del teatro; no hay disfraces, no hay ornamento —el ornamento es, para la modernidad, un delito—, ni tampoco un espacio distinto al que habita el espectador, quien, en caso de reírse, lo hace precisamente porque ha estado ahí o sabe que puede estarlo: él es —nosotros somos— propiamente el chiste.
Digamos entonces que de la literatura y el teatro a la pintura y la escultura y, claro, en la arquitectura y planeación de las casas y los palacios, la modernidad tuvo, entre otros, el efecto de disolver la separación entre el espacio común de cada día y aquel otro, sacro o simplemente reservado, que era accesible sólo bajo condiciones específicas. La modernidad borra la distancia, la lejanía inaproximable de lo otro, del más allá, de lo único e irrepetible. O, como anotó Walter Benjamin, tiene el poder de borrar el aura, la finísima aureola que, a punto de desaparecer, sustituye al brillante disco de oro en las muy materiales madonnas y demasiado rollizos niños-dios de Rafael.
III
¿Qué nos queda? ¿La elocuencia de lo vulgar? Sin duda. El filósofo Peter Sloterdjik afirma que si algo llevó a Hitler al poder, no fueron sus dotes extraordinarias, que prácticamente ninguna tuvo, sino al contrario: su radical, absoluta ordinariez. Era, en efecto, extra-ordinario. Y sin embargo, hubo mecanismos espaciales sin los cuales el fascismo, como fenómeno de masas, no pudo haber tenido lugar. Mecanismos espaciales que en realidad son, como en el cine, efectos especiales y, de hecho, puro cine, puro espectáculo.
Ya Benjamin había alertado sobre los efectos de artes como la arquitectura y el cine, que, según afirma, se consumen distraídamente por la masa, en vez de contemplarse, como la pintura o la lectura de un libro, atentamente por el individuo. Si la religión es el opio del pueblo, el espectáculo lo es de la masa. Sin Leni Riefenstahl ni Albert Speer sería difícil imaginar el éxito de Hitler. Abolida la distancia que introduce el aura, sólo queda la proyección y la transmisión a distancia. Pura luz. Lo que en el cine es evidente la arquitectura de Speer lo lleva al clímax: la desmaterialización de la arquitectura. Como registró Riefenstahl en El triunfo de la voluntad, la mejor obra de Speer tal vez fue la Zeppelintribune, en 1934, construida con los haces de luz de ciento cincuenta reflectores antiaéreos. Luz y sonido.
Sanford Kwinter incluye entre los objetos arquitectónicos que reconfiguran nuestras relaciones en y con el espacio, junto al reloj y al panóptico —más una técnica que un edificio, como lo presenta Foucault en Vigilar y castigar—, al altavoz, sin el cual los gestos del pequeño dictador ante la masa no tendrían ni sentido ni efecto alguno.
En adelante el espacio privilegiado del héroe y del tirano, de la diva y del mártir, del profeta y el maestro será un espacio proyectado: pura luz, pantalla o monitor. El actor de teatro de voz impostada, el orador de esquina, el profesor de escuela o el cura dando su sermón, todos aquellos que aún confían en el poder mágico de plataformas, pedestales y tarimas —así como aquellos que aún les temen— son personajes anacrónicos. Ninguna arquitectura tiene ya ese poder —ni mucho menos ese derecho—, como lo demuestran decenas de monumentos inservibles encargados por gobernantes ineptos y miles de pretenciosas mansiones de estilos innombrables o inexistentes. O más bien, la arquitectura está en otra parte.
La tribuna, el altar, el trono o el pedestal tienen poco poder, su forma de materializar la distancia es casi nulo. Hoy son otros los mecanismos de la excepción: el rostro en primer plano o la voz en off revelando lo que hay que ver en el paisaje cotidiano. Ya no interesen los tres metros o treinta centímetros de altura del pedestal, ni la tarima en el escenario, sino los quince minutos de fama de la cada vez más poderosa tele-realidad. El espacio de la diferenciación ha sido abolido, y lo que ha quedado es la elocuencia de lo vulgar. Si hoy cualquiera puede serlo, pronto todos seremos estrellas de televisión.