8/5/13


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La pregunta, formulada invariablemente en inglés, podría ser la siguiente: "Are you a tourist or a traveller?" La respuesta, con todos los matices que se quiera, siempre recordará a la del errático personaje imaginado por Paul Bowles en "The Sheltering Sky": «No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras que el turista se apresura en general a volver a casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra». O, por decirlo de otro modo: contra el elemento "local", existe una especie de «cosmopolita avant la lettre» o «ciudadano del mundo» que, ajeno a los intereses del rebaño, es capaz de descubrir la esencia de los pueblos (?) sin caer nunca, sin embargo, en el riesgo que supondría estar quieto demasiado tiempo o, peor aún, renunciar al exotismo como principio motor de su particular élan vital (por utilizar el concepto bergsoniano).

En este sentido, no debería sorprendernos el resurgimiento de lo que Oscar Jané [1] ha acertado en llamar una «Internacional ultralocalista». La idea la lanza en el prólogo del magnífico libro de artículos compilados -junto con Xavier Serra- bajo el título de "Ultralocalismo. De lo local a lo universal". Se trataría, según Jané, de impugnar esta forma tan habitual de modernidad cosmopolita que, refugiándose bajo el paraguas del universalismo más cool, obvia el pasado de opresión y de colonización que la sustenta: «En realidad -explica Jané - en las áreas culturales subalternas vivimos la era del cosmopaletismo. El cosmopaletismo de las ciudades-capitales convertidas en simples nudos secundarios -nudos provincianos- en la red de las grandes metrópolis. Así, Tokio, Londres o Nueva York [...] son ​​los espejos de una Barcelona perdida en sus anhelos de grandeza cultural y que rechaza, por razones de marketing social, una herencia intrincada y espesa, pero activa e impelente».

Jacques Rancière -un francés nacido en Argelia como Camus y, por tanto, eterno extranjero- es el autor de unas afinadas reflexiones a propósito de esta forma de pensamiento del no retorno [2]: «La buena conciencia de lo universal no es más que la arrogancia del propio que construye el género mediante un proceso de exclusión. Y el respeto de la diferencia sólo es la indiferencia que deja pendientes los juegos mortíferos de lo propio y de lo específico. El problema no es nunca el extranjero, el lejano. Es el próximo, el casi-otro [...] Este otro demasiado cercano, este diferente no bastante diferente, nos hace sufrir la más dulce de las violencias, la más difícil de tolerar. Esta violencia no es la del choque de culturas. Nos recuerda sencillamente de dónde venimos, rompe la certeza feliz del propio al que pertenecemos y que nos pertenece [...] La razón nómada no tiene nada que ver con los cosmopolitismos de feria que toman cada día de manera más clara la cara de la arrogancia neocolonial. Es el largo viaje que nos aproxima, poco a poco, a la conquista de la singularidad y a la comunidad de los hombres sin pertenencia. La comunidad humana es una comunidad de hombres extraordinariamente exiliados ».

Exiliados, en última instancia, que deben convivir y soportar el aplomo de los «cosmopaletos»: seres condescendientes que custodian una verdad lejana, muy lejana.