María Virginia Jaua :: salonkritik ::
Empecemos esta reseña, si así la prefieren llamar los enterados o los espíritus nostálgicos, anunciando la ingravidez, la falta de peso, la cualidad etérea, el desvanecimiento, lo que en pintura podría llamarse “técnica de esfumato”, por qué no, el devenir fantasma, pero también la borradura, el soplo, el infraleve y duchampiano vaho de aliento, el asomo a la desaparición…
Tras ese anuncio, lo que sigue no podrá ser una reseña, quizás una lectura al vuelo...
Dicen que fue la técnica del esfumato la que engendró en las figuras de Leonardo su enigma, mientras que en la escritura –como en el arte en general- el devenir “fantasma” se consigue por obra del deseo, un deseo tan intenso que eclosiona la identidad del ser en millones de capas o de partículas, que por un efecto físico de la literatura terminan transformadas en letras y en espacios en blanco compuestos bajo un cierto ritmo, que conforman la escritura, algunas veces ordenada bajo diferentes categorías, digamos en forma de novela, o de nívola unamuniana hecha de micro-relatos.
Podría ser el caso de este libro: Los ingrávidos[1].
Para hablar del libro y de lo que su autora, Valeria Luiselli, logra en la escritura de esta nívola contemporánea me gustaría continuar debrayando -en el sentido de divagación del pensamiento– ya que parece una actividad muy apreciada en la ensayística actual. En ese debraye, diría que al contrario de lo que algunos reseñistas y críticos han visto en la novela de Luiselli, no me parece que se trate de una novela de fantasmas, ni del fantasma de Owen ni del de Ezra Pound, ni del de García Lorca, ni de ningún otro.
O por lo menos, no a la manera de los fantasmas románticos como el de La muerta enamorada de Gautier. Tampoco se trata aquí –como aseguró otro crítico literario, ese sí bajo los efectos de un mal debraye– de un acto religioso en el que el objetivo sea regresar al lector su fe en las apariciones. ¡Por favor, críticos y reseñistas no se tomen tan en serio “la suspención de la increencia” que se le exige la ficción!
Quizás, lo interesante de este libro, el segundo de Valeria Luiselli, es que aquí se trata ya no de lo que comparece, sino de lo que “desaparece”, de aquello que literal y metafóricamente se ha “esfumado”, de lo que se ha desvanecido, de lo que se ha precipitado por un “hueco” y que en la literatura o en el arte es aquello que pone en duda -y frente al abismo de la nada- la construcción identitaria.
Casi como en el “Erased De Kooning” con el que Rauschemberg “deconstruyó” en el sentido más derridiano –y productivo- del término a la tradición anterior. Entregando una obra que en su no ser siendo hizo tambalear los cimientos de la autoría, de la autoridad, del rigor y la artificiosidad del género, de la construcción misma del arte, acto con el que llegó a poner en duda su propia existencia como artista.
Pero no debrayemos más –todo tiene un límite, hasta el efecto de una potente droga psicotrópica ¿no es así?– y regresemos al libro de Luiselli. Preguntémonos ¿quiénes son esos ingrávidos que atraviesan el espacio? ¿Se trata de unos seres flaquitos, casi sin peso, que cuando caminan lo hacen de puntillas para no molestar ni al escritor ni al lector de la obra? ¿O son unos personajes que existieron en el pasado y ahora que viven en la ficción aparecen cuando menos los esperamos, o mejor sólo se hacen presentes cuando se les invoca por medio de las artificios de la bibliomancia?
¿Podemos encontrar ingrávidos en cualquier lectura? Bueno, no en cualquiera, sólo en aquéllas que consideramos “nuestras”. Aquellas que nos apropiamos. Aquellas en la que nos gustaría fundirnos, desaparecer: ser otros.
Ingrávido en el libro de Luiselli es el desaparecido escritor mexicano Gilberto Owen que para rescatar del olvido la narradora lee y propone traducir al inglés, pero quizás también ella misma sea un espectro, quizás proveniente de un sueño de Owen, un yo poético futuro que desde ese tiempo –o sea el nuestro- desdibuja los contornos de su nomadismo, de su ceguera, de su amor incumplido, de un infinito deseo de ser, que eclosiona en otras existencias dentro y fuera de las páginas.
Es así que la narradora –siempre a punto de desvanecerse- invoca sus propias existencias pasadas y futuras como algo posible y a punto de romperse y quebrarse en mil pedazos, siempre en el límite de ser las migas de la borradura de un dibujo con un título y una firma: el de su propio rostro, el de su propia historia.
Porque puede que el día menos pensado su marido salga y no regrese nunca; o que ella y sus hijos mueran de hambre y de sed bajo los escombros de un terremoto; o que el éxito de su falsificación literaria la proyecte a otra vida, a otra ciudad; o que efectivamente sea ella la que por efecto de una telepatía diferida haya dictado lo que hoy conocemos como los poemas de un tal Gilberto Owen; o al final, puede que no haya ocurrido nada de esto y ese conjunto de relatos fragmentarios sean producto de un sueño profundo y debrayado en un sofá prestado de una vida en fuga, y que nunca lleguemos a saber si el sueño al que nos asomamos fue el de un hombre o el de una mujer.
¿Importaría?
Tanto como la veracidad histórica del encuentro entre Lorca y Owen, que ya sea un hecho verdadero y comprobable o un artilugio de la ficción, de seguro ya habrá algún investigador alucinado buscando algún documento que sirva de prueba (que confirme o refute la anécdota), como la misma autora –en la novela- se dedica a escudriñar el más mínimo rincón de las bibliotecas newyorquinas tras alguna pista con la que logre seducir al editor para el que quiere traducir los poemas del escritor mexicano, y al no encontrar nada resuelva inventarse una, convirtiéndose no sólo en una falsificadora sino en absoluta dueña del dispositivo “escritural” por medio del cual se activa -en su deconstrucción- todo el mecanismo ontológico de la obra de arte.
Precisamente ahí es donde la máquina productora funciona, justo en donde ella falla: en la fisura entre el ser y el no... Es así como Owen regresa a la existencia por obra del deseo de ella: el poeta deviene fantasma creación en potencia, material para hacerse "productiva". Mientras que "la autora", la traductora, la narradora de la ficción en la falsificación literaria cae en su propia trampa: existe sólo porque desaparece en el otro, quizás nunca haya existido, pero deja un rastro de su no ser siendo en la escritura:
“Me quedé dormido sobre la mesa de la cocina leyendo a Eliot. Hoy me levanto y me miro en el espejo del baño. Soy una sombra con la mueca mortecina de mí incrustada en el hueco donde estaba la cara. Creo que no me estoy quedando ciego; creo que me estoy borrando” p.133
Qué importa entonces quién lee a Eliot. Si es Owen o es Luiselli. Qué importa si hay novela o hay fragmento. Si la novela es un proyecto inabordable y fallido del que sólo queda el fragmento o el intento impreso. Pues quedan los restos de algo importante: queda escritura. Acaso el reseñista del Babelia que reclama la solidez de la estructura de un género o el logro de la Novela no se ha enterado todavía de que no hay construcción “monolítica” o que en cualquier caso ya no puede haberla, aunque él crea que existe como una entidad, un yo “sin fisuras”.
Mejor que no se entere no se vaya a desvanecer mientras lee este debraye.
* * *
Recuerdo una noche en esa siempre mítica casa del poeta en la colonia Roma de la ciudad de México, en la que una escritora venezolana a quien admiro profundamente –María Auxiliadora Álvarez- antes de leer sus poemas y casi disculpándose con el auditorio por la autoría, dijo con una sencilla y honesta humildad, lo que ahora puede parecer algo obvio –pero que en virtud de los trabajos esforzados de los egos literarios no resulta tan fácil de asimilar– que no importa quién escribe la poesía, lo importante es que ésta se escriba.
Celebro ese recuerdo de una noche inolvidable, como celebro la aparición del libro de Valeria Luiselli, sobre todo su escritura esfumata y audaz. Y termino esta lectura al vuelo con una cita de Owen –hoy un Simbad rescatado a nosotros los lectores perdidos náufragos en una y mil islas gracias a la prosa de Luiselli-, y a quien -estoy segura- como nuestro "contemporáneo" le habría parecido muy seductor dictar a un futuro alter ego femenino estos versos:
“Primero está la noche con su caos de lecturas y de sueños. Yo subo por los pianos que se dejan encendidos hasta el alba; arriba el día me amenaza con el frío ensangrentado de su aurora y no sabré el final de ese nocturno que empezaba a dibujarme, ni las estrellas me dirán cuál fue, cabal, mi nombre. Ni mi rostro.”
[1] Valeria Luiselli, Los ingrávidos, Sexto piso, 2011.