María Virginia Jaua - SalonKritik
Mucha tinta ha corrido sobre el tema del exilio. O mejor dicho, sobre los exilios, pues ha habido muchos y ninguno es igual a otro o se le parece. Cada uno posee su particularidad, la impronta de unicidad y originalidad que promete cada persona, cada situación, cada momento, cada circunstancia.
Desde hace tiempo colaboro en un proyecto sobre las repercuciones de los exilios en la vida cultural de las ciudades. Partiendo de la premisa de que incluso en aquello que se considera el corazón de la tragedia, el peor castigo que cualquier hijo de griego puede sufrir: el abandono fozado de la “patria” encuentra su redención, incluso, su recompensa en esa otra “patria”, la tierra que acoge al proscrito. Pues se supone que ese desgarramiento obligado, ese “arrancamiento” del ser de su lugar de origen, de su hábitat, de su casa y de todo lo que le rodea, le da “sentido” y le “reconoce” se supone capaz de transformar todo aquel horror reinventándose una nueva vida a partir de una “casi” nada. Y es a partir de esa nada en toda su potencia que crea, inventa, escribe, habla, construye, da clases, da todo de sí para encontrar la comunidad.
Quizás, me da por pensar a veces, que ahí reside parte de la fuerza de los exilios: el exiliado cuenta con la respiración: el aire que llena sus pulmones le da fuerzas. Es ese aire nuevo el que insufla y llena todo dentro de él. El exiliado respira, se sabe vivo, y tiene todo por inventar de nuevo, por construir, por contar, por vivir. No puede volver atrás, pues si vuelve la cabeza sólo verá una gomorra en llamas: una vida pasada destruida y a la que nunca podrá regresar.
Uno de los ejemplos míticos es el del exilio español en México y de su inmensa influencia en la construcción de instituciones culturales, de dinamización y potencia de los saberes en la universidades, en la editoriales, en los centros de investigación, de los colegios, entre muchas otras. Y cuando revisamos los documentos, leemos la historia, conversamos con quienes la protagonizaron y vemos que sí, que es verdad: el exilio ha sido un agente determinante en el enriquecimiento de la vida cultural de una comunidad, de una ciudad y quizás incluso de un país.
Ese es solo un ejemplo, al que acudo por ser uno de los más cercanos. Pero podría citar muchísimos otros. Sin embargo, eso no es lo que me ocupa ahora. La pregunta que se impone sería: ¿Si esas personas se hubieran quedado en sus países habrían emprendido esas enormes tareas? ¿Se habrían impuesto tales retos? ¿Habrían sido tan determinantes en su propia tierra como lo fueron en la de adopción o acogida?
Me pregunto si vivir ese conflicto del desterrado —saberse repudiado por la tierra en la que se ha crecido, y de alguna manera consciente de que se está en una tierra extraña y que lo más probable es que reaccione con desconfianza, cuando no con un abierto rechazo— no hace mucho más potente aquellas capacidades que de otra manera habrían podido permanecer “dormidas” bajo las sábanas perfumadas de un supuesto “estado de bienestar”.
Es muy dificil responder a una pregunta como esa, sería tan osado como hacer el elogio del exilio o darle un valor añadido. El exilio ya sea forzado por una guerra o una persecución, ya sea una decisión íntima de inconformidad con el mundo, se lleva por dentro como una herida, o incluso algo más terrible: como la conciencia de una herida incurable.
Dice Bruno Tackels, el autor de la última y completa biografía de Walter Benjamin, que el autor alemán nació en el exilio. Que su vida no fue otra cosa que la búsqueda de esa “casa de ensueño”, de esos ideales y que esa búsqueda fue en vano. Quizás sea cierto, y Benjamin no sólo nació en el exilio, sino que la condición del exiliado fuera en él la única posible: pues solo es posible “ver” en la distancia del que está de paso, sólo se “ilumina” el ser en el desprendimiento absoluto y místico.
Quizás el exilio, una vez que se ha logrado salvar la vida, sea el precio a pagar por la libertad del pensamiento. O su cárcel eterna. Pues aún después de leer tantos y tan diversos testimonios de exilio, lo ignoro. Lo que sí sé es que a lo largo de la historia ha habido personas que han dado sus vidas por defender una idea, pero para quienes han logrado salvarse, para quienes no se les arrebató la vida o no fueron asesinados mientras dormían, la única posibilidad “digna” de seguir viviendo viene a ser el exilio: no como la huida del cobarde sino como un dificil y radical errar en la no pertenencia.
Alguien que escribe en una de las cartas de su viaje a Ibiza: "echo de menos las densas sombras con las que las alas de la crisis económica enterrará en pocos años toda esta soberbia de tenderos y veraneantes" es demasiado consciente de que está atrapado en una época invivible, que no debería ser la suya, que no corresponde a los anhelos de su intelecto ni a sus ideales éticos.
Es una frase muy dura no sólo por lo que dice de su momento sino por lo que lanza al futuro, por su videncia: pudo ser escrita ayer, podría ser escrita mañana. Esa soberbia que Benjamin ve claramente, y que padece lo condenó a un eterno exilio. Un profundo sentimiento de deseo de no pertenecer a esa época, a ese lugar. Y qué paradoja, que nadie como él se haya asomado a su época y supo y pudo ver —con la gracia del iluminado— su esplendor frágil y fugaz.
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Hay quienes creen que Benjamin se suicidó en Portbou y acuden a ese escarpado lugar en una peregrinación inútil, para leer un extraño y crítico epígrafe: una ironía más de las economías “veraneantes”. Bruno Tackels, no sin cierta audacia, afirma que de haber podido huir, Benjamin habría ido a América del sur “un lugar donde la catástrofe nunca ha prohibido la promesa de otro mundo” en palabras de Tackels. Pero también hay algunos mucho más osados que han asegurado —incluso dicen tener pruebas— de que Walter Benjamín sí logró escapar al horror para seguir buscando esa casa de sus sueños. Una casa en la que al fin poder despojarse del traje del errante. Esa búsqueda lo habría llevado a México, tras las pistas de Trotsky. Y aunque dicen que fue larga la travesía marítima y que durante el viaje llegaron las noticias de su asesinato por unos comunistas catalanes, esto no lo desanimó. Sino que muy al contrario le dio renovado ímpetu a ese deseo —ya frustrado— de reunirse con el pensador de la eterna revolución.
Dicen, que desembarcó en Veracruz y que antes de llegar a la ciudad de México, estuvo deambulando por muchos lugares. Atravesando pasajes desérticos, probando drogas inverosímiles, dejándose arrastrar hacia otras experiencias de la realidad. Y que sólo muchos años después, consiguió llegar a la ciudad infinita. Sus pasos de flaneur le condujeron directo a la casa de Trotsky en Coyoacán. Para entonces ya convertida en un museo del absurdo. A sus puertas y junto al custodio del museo —en horario de atención— se leía en un cartel: Cerrado. Pero tras mucho insistir consiguió entrar y al ver aquella combinación tan extraña: un museo que no es museo, una casa que no es casa, la reconstrucción absolutamente malograda de un refugio, un atentado, una muerte. Inmediatamente supo que esa podía ser la casa de su anhelo, ahí su eterno exilio, podía terminar.