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Armando Montesinos - SalonKritik

*Texto leído en el homenaje a José Luis Brea, organizado por la Editorial Akal
18.02.2011 Madrid
José Luis Brea fue pionero en comprender y utilizar la dimensión polinizadora de la Red, y por ello decidió que sus escritos fueran de libre acceso en ese rizomático territorio de lo virtual. Hemos de corresponder a su generosidad intelectual con nuestra responsabilidad social de apoyar a quienes han contribuido a que su aérea semilla haya brotado en la tierra siempre fértil de los libros. Gracias, pues, a sus editores, muy especialmente a la editorial Akal.
Recuerdo una conversación con José Luis en la que yo le animaba a incorporarse, convencido de que allí estaban sus interlocutores naturales, a los circuitos críticos internacionales, o mejor dicho, anglosajones, para lo cual debería de usar el inglés. José Luis me explicó, calmadamente, que su tarea era pensar fuera del discurso hegemónico del arte, y ello implicaba, para él, pensar y escribir en castellano. Y esa fue una de sus aportaciones principales: abrir la posibilidad de un nuevo pensamiento crítico-artístico en el ámbito de habla hispana.

José Luis fue un investigador académico, en el sentido más noble del término. Se esforzó por pensar la crítica como campo de trabajo autónomo e independiente, y en construir un discurso mediante el que las condiciones de producción de pensamiento fueran analizadas no desde lo formal y hegemónico, sino desde las economías, siempre en flujo, siempre políticas, del deseo, del disenso, del sentido.
Según Agamben, “contemporáneo es aquél que recibe en pleno rostro la luz de las tinieblas que proviene de su tiempo”. José Luis no cerró los ojos, no volvió la cara, sino que se impuso la exigencia de trabajar en esa luz, difícil, incómoda. Se atrevió a escrutar la contemporaneidad, y lo hizo, siguiendo a Paul de Man, bajo la divisa “la dificultad de la lectura”. Su obra es la asunción de la tarea de vencer esa dificultad, desde la convicción de que para desatar la maraña ilegible del presente hay que pensar y dar nombre a cada uno de sus nudos, de sus pliegues, de sus recovecos, de sus hilos. La autoridad de su discurso, su gran influencia en una nueva generación de universitarios y de investigadores artísticos, a ambos lados del Atlántico, proviene también de que dotó a su escritura de una precisión deslumbrante, hasta el punto de hacerse transparente en su esfuerzo por no ser mal leído, mal interpretado.
Frente a los que sostienen que su obra es compleja, o difícil, a mí me resulta muy sencillo hablar de ella. Me basta con decir una sola cosa: léanla. Leedla. Ha de ser leída. Releída. Sólo así se evitará la instrumentación de su pensamiento, sólo así podremos acompañarle en la tarea privilegiada a la que dedicó, con disciplina admirable, su vida, explicitada en la frase final del texto de presentación de la exposición “Iluminaciones profanas”: “El conocerse y saber algo de sí; el merecer ostentar con dignidad el inalcanzable pero irrenunciable rango de verdadera humanidad”.
En ese mismo catálogo, José Luis dejó la siguiente referencia biográfica: “Toda mi relación con el arte, como experiencia radical de conocimiento, podría bien resumirse en la paráfrasis que alguien antes de mí utilizó como subtítulo de su propio ensayo de autobiografía: cómo se llega a ser el que se es ”.

Cómo se llega a ser el que se es, el que uno es… En mi caso, porque he tenido el privilegio de conocer no sólo la obra, sino a la persona. Gracias a los casi cuarenta años de nuestra amistad, alguna vez distante, siempre fraternal, no sé hablar de mí sin hablar de él. Discúlpenme, disculpadme, si por ello me resulta imposible decir algo de él sin hablar de mí. Compartimos intensamente nuestra juventud, compartimos ideas y proyectos, y el compromiso de actuar para pensar una sociedad mejor y una nueva universidad, e incluso compartimos nuestras discrepancias, sin permitirnos jamás la cómoda nostalgia de quien cree ya saber lo suficiente. Hasta compartimos cumpleaños, aunque él era más joven. Y joven ha muerto.
Mi ejemplar de Así habló Zaratustra —Nietzsche, su maestro iniciático— lleva esta dedicatoria de José Luis: “Tanto olor a estas páginas entre mis dedos; tanto olor a mis dedos entre estas páginas”. A él acudí tras leer “Mineralidad absoluta”, su indispensable escrito póstumo. Y en el capítulo titulado “La muerte libre” hallé paz y entendimiento: “Morir a tiempo. Eso es lo que Zaratustra enseña (…) En vuestro morir deben seguir brillando vuestro espíritu y vuestra virtud, cual luz vespertina en torno a la tierra (…) Aquel que se realiza de manera completa muere su muerte victoriosamente, rodeado de personas que esperan y prometen”. Así se despidió mi amigo.
No quisiera dejar de nombrar a María Virginia Jaua, su esposa, porque su discreción, entereza y honda humanidad son reflejo de las que mostró José Luis en su fructífero recorrido final. Pero ya acabo. Permítanme, permitidme, compartir con ustedes, con vosotros, un momento de emoción. Un poema inédito, escrito por José Luis en 1977, palabras tempranas que ya vibran, que ya resuenan, como si fueran las de sus últimos días:
“no quiero que de ninguno de mis poemas digáis el último. el último, siempre será el silencio que siga al que vosotros llamabais el último”.