23/1/11

10:15
Miguel Á. Hernández-Navarro
publicado en SalonKritik

“En un tiempo en que nuestro discurso se ha vuelto tan polarizado —cuando tenemos demasiados deseos de culpar por todo lo que aflige al mundo a quienes piensan diferente de nosotros— es importante hacer una pausa por un momento y asegurarnos de que nos hablemos de manera que cure, no de manera que hiera.” Estas son algunas de las palabras pronunciadas por Obama tras los sangrientos incidentes sucedidos en Tucson, Arizona. Más allá de la demagogia que uno quiera encontrar en cualquier discurso, y de los juegos de poder y entresijos de la alta política, lo cierto es que estas frases entran de lleno en dos de los problemas centrales de la vida pública y del uso del lenguaje en sociedad. En primer lugar, la fuerza de la palabra y su capacidad para producir realidades y causar efectos; y en segundo, y relacionado con la potencia performativa del decir, la imperiosa necesidad de un tiempo de reflexión antes de cualquier acto de habla. A estos dos puntos me gustaría sumar un tercero, también urgente y preciso: la necesidad de una ética de la recepción y de una escucha activa y comprometida. Si las palabras pueden herir o curar, y si, desde luego, hay una responsabilidad en el que tiene la capacidad del habla y se encuentra en el lugar de enunciación, también hay, y aún no tengo claro si en el mismo nivel —esto sería algo a debatir—, una responsabilidad —no siempre traída a este juego del decir— en el receptor de la información.


El lenguaje como piel
Por supuesto, somos seres lingüísticos. Las palabras, ya lo sabemos, no son inocuas y transparentes. Son cuerpo, hacen cuerpo, producen tangibilidad. Las palabras curan y las palabras matan. No somos sino palabras. Como sostiene Roland Barthes, “el lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras.” El lenguaje puede temblar de deseo, pero también puede ser un puño que golpea: “el lenguaje opresivo hace algo más que representar la violencia; es violencia” (Toni Morrison).
Esto es algo que todos sabemos, que nadie duda. El lenguaje toca, roza, acaricia, desgarra, reconforta… hiere o cura. Por eso, los que están en posesión de la palabra, los que la tienen porque son nuestros representantes políticos —aunque realmente sólo se representen a sí mismos—, o los que se hallan instalados en los lugares de emisión de la información —los media—, han de ser conscientes de la responsabilidad de este arma tan peligrosa. Y cuanto antes deben comenzar a utilizar el lenguaje de otro modo, “de manera que cure”. Mientras eso no se logre, la distancia entre la palabra y el puño será tan mínima como un acto reflejo.
Los políticos y los medios son sin duda los que se llevan la mayor parte en el “reparto” de lo decible, por utilizar la fórmula de Rancière. Son ellos los que deben mantener una ética del decir, y sobre todo una responsabilidad ante lo dicho. Sin embargo, la esfera del habla pública se ha expandido y se encuentra en un profundo proceso de renovación y resituación. Sin lugar a dudas, la web 2.0. ha extendido y democratizado el reparto de lo decible. Pero lo que parece que no ha acabado repartiéndose del todo es la responsabilidad de ese decir difuso, situado a medio camino entre lo público y lo privado, entre la información y el cotilleo, entre la exactitud y el rumor.
Sé que lo que voy a decir puede ser políticamente incorrecto o impopular, pero, visto lo visto, y leído lo leído, a veces piensa uno que sería necesario dar un carnet de Internet para un uso responsable. Si la red es “la autopista de la Información”, sus conductores deberían ser aleccionados con una normas mínimas de civismo y corrección. Una ética mínima que se sustancie, al menos, en una responsabilidad ante lo dicho o lo vertido ya sea de modo nominal o anónimo —y éste es otro debate abierto sobre el que habría que reflexionar cuanto antes: las virtudes y peligros del anonimato.
Lo que parece claro, en cualquier caso, es que no estamos, ni mucho menos, preparados para afrontar el desafío que supone la transformación de la esfera pública que proporciona Internet. Ni, desde luego, para las responsabilidades que dicha transformación conlleva al convertirnos todos en agentes lingüísticos con capacidad de emisión pública. Por supuesto, eso lo tenemos todos claro, las capacidades de enunciación, los lugares, el “ancho de banda”… el altavoz, en definitiva, de cada uno, es diferente. Sin embargo, los peligros de la irresponsabilidad digital son muchísimos y a todos los niveles.

Rumor y realidad
Sin lugar a dudas, la cuestión del “rumor” es uno de lo lugares esenciales en los que la mencionada irresponsabilidad del habla se hace más palpable. El rumor, entendido en todas las acepciones del diccionario: “1. Voz que corre entre el público; 2. Ruido confuso de voces; y 3. Ruido vago, sordo y continuado”. Como agudamente ha observado Martínez Selva en su Psicología de la mentira, el rumor es una “casi mentira” que puede “poner en peligro la convivencia en grupos y entornos sociales reducidos”. En el rumor hay una verosimilitud, un “podría haber pasado”, que se transmite progresivamente sin ser contrastado y que acaba fundando una realidad sin forma delimitada, pero con presencia tangible. Esa “casi mentira” suele ser de transmisión oral o, en cualquier caso, privada. Sin embargo, con la transformación de la esfera pública anteriormente mencionada, y con la ya conocida redefinición de los ámbitos de lo público y lo privado, el rumor, al ser escrito, transmiti do, fijado, “publicitado” o mediatizado, acaba produciendo una realidad mucho mayor que la provocada a través del boca oreja. Los límites se han extendido, y los peligros y potencialidades, también.
Todo lo que he escrito hasta aquí se enmarca, para qué voy a negarlo, en un hecho lamentable sucedido recientemente en Murcia: la agresión al consejero de cultura de la Región, Pedro Alberto Cruz, un acto que cualquier persona medianamente civilizada debería condenar. No entraré aquí a valorar ahora las implicaciones políticas de todo, ni el uso partidista que después se ha hecho —por unos y otros—, ni el circo mediático montado, ni nada por el estilo. Tampoco entraré en consideraciones sobre su gestión cultural ni sobre su trayectoria intelectual. Me toca todo demasiado cerca, tanto profesional como personalmente. Así que quizá mi objetividad sería cuestionable. Lo que sí que quisiera relatar es mi consternación ante el modo en el que la maquinaria de lo que podríamos llamar “rumorología 2.0.” se ha puesto en funcionamiento ante este triste suceso.
Mencionaré un solo ejemplo que considero relevante de todo lo que digo. Un ejemplo que nos habla de la irresponsabilidad del uso del lenguaje y de los peligros del rumor. Y sobre todo, de cómo los rumores pueden llegar también, aunque no provengan de las instancias de poder, a producir realidades que, con indiferencia de fundarse en la verdad o en la mentira, se hacen tangibles y físicas. Demasiado físicas, diría yo.
Hace cuatro años, un anónimo, haciéndose pasar por alumno de Bellas Artes de la Universidad de Murcia, con nombre y DNI falso, envió una carta a una serie de profesionales del mundo del arte y la cultura. En aquella carta se decía —entre otras barbaridades— que Pedro Alberto Cruz, que por entonces aún no era consejero de cultura, sino director del CENDEAC, en sus clases incitaba a sus alumnos a dejar de leer el País y a escuchar la Cope o acusaba al PSOE del atentado terrorista del 11-M y escribía en contra de las leyes de memoria histórica. Por supuesto, sus alumnos se manifestaron de varias maneras ante aquella falsedad —cualquiera que conozca mínimamente a Cruz, o que haya leído alguno de sus textos, sabe que eso no entra en cabeza humana—. Se dijo de mil modos que todo era mentira, que aquella carta era un despropósito. Pero nadie fue escuchado ni creído. Se prefirió creer aquella carta anónima —cuyo autor no fue ningún alumno sino un funesto personaje del mundo del ar te murciano (no entraré en más detalles, porque no es el lugar)— que fue, poco a poco, transmitida de un lugar a otro e incluso publicada en varios sitios de Internet, consiguiendo reacciones públicas de políticos, medios y asociaciones contra el “profesor facha de Murcia”. Profesor que, paradójicamente, enseñaba en sus clases a Rancière, Negri, Hardt, Gramsci y a todo el arte más avanzado y crítico que uno pueda imaginar. Esto es algo de lo que yo, con nombres y apellidos, no un anónimo que jamás apareció y que nunca existió, doy fe, como otros muchos pueden hacer, con nombres y apellidos. Pero nadie se preocupó en contrastar la información. Parecía verosímil y posible, así que se dio por buena, sin sospechar en ningún momento la autenticidad de lo escrito.
Hoy, años después, con motivo de la agresión y del circo que se ha montado, ese rumor de fondo que nunca se acalló y que, a través de la repetición y el posteo, ha ido haciendo progresivamente mayor, ha sido reactivado y aumentado. Y varias revistas y plataformas de información independientes han utilizado todo aquello que una vez se vertió —y otras cosas de la misma fiabilidad— como información ya contrastada. El rumor, informe, móvil, que crece y crece, se ha convertido en información. El ruido de fondo ha acabado transformándose en figura. Y la mentira verosímil ha vuelto a escena, crecida y formalizada.
El refrán popular dice “cuando el río suena, agua lleva”. El problema hoy es que el río suena por todos lados y demasiado, y que el sonido ya no es de agua, sino de mil cosas más que ya es imposible delimitar. Todos sabemos a estas alturas de la película que el que una cosa sea mentira no es óbice para que se convierta en realidad. Es más, a lo largo de la historia esto se ha producido en miles de ocasiones. En los inicios del gótico, la confusión por parte del abad Suger de San Denis del primer obispo de París (San Denis) con el pseudo Dionisio Aeropagita estuvo en la base de la utilización de la teología de luz que conformó un modelo arquitectónico y teórico que rápidamente se expandió por la Europa medieval. Algo semejante ocurrió con el célebre desconocimiento de la policromía del arte griego durante el siglo XVIII, que hizo teorizar a Winckelmann, entre otros, acerca de la sublime blancura de las esculturas clásicas y fue determinante en el surgimiento de un modo de hacer, el Neoclásico, inspirado directamente en aquella confusión. Es decir, el desconocimiento, la equivocación, pero también la mentira o el rumor —que no es sino una mentira verosímil, compartida y relativamente aceptada— produce realidades.
Nuestro gran problema hoy es que el rumor circula a una velocidad imposible de imaginar y, sobre todo, que ya ha salido de los límites locales en los que habitualmente se desarrollaba. El rumor digital, el rumor en la era de Internet es, si cabe, aún más peligroso. En primer lugar, porque su capacidad de expansión y de adquirir forma definida es absolutamente metastática. Y, en segundo, porque, aunque realmente creamos que vivamos en un mundo sin distancias y totalmente conectado, las distancias “reales” de presencia, nos mantienen alejado de la realidad física y tangible en la que el rumor se ha producido, de manera que es muy difícil contrastar y anular la potencia de los rumores globales.

Hacia una ética de la recepción

Dentro de todo esto, de las mentiras que producen realidades, de la desinformación, de la manipulación, de la agresividad del lenguaje, del odio de las palabras, del rumor expandido… por supuesto, el lugar del emisor es central. Es ahí donde se mueve la primera la carta. Pero hay más partes. El lector, el espectador, el receptor, no es, ni mucho menos, inocente. Existe una responsabilidad de creencia, de transmisión, de asunción de esa palabra que hiere, que corta, que desgarra, que miente, que manipula. Hay una complicidad en el que escucha, en el que ve, en el que lee.
Por lo general, las teorías de la comunicación, llaman la atención sobre los usos indebidos de la imagen o la palabra, sobre los productores de discurso, pero parecen olvidar el polo receptor, que queda simplemente reducido al final de una batalla lingüística que le llega ya formada y asimilada. Hoy, más que nunca, es necesario una emancipación de la recepción. Un espectador —entiéndase el término en sentido amplio— emancipado. Una recepción crítica, escéptica, productiva, donde, desde luego, se ponga en jaque el papel meramente receptivo y pasivo, pues la emancipación, como sugiere Rancière, “comienza cuando se cuestiona de nuevo la oposición entre mirar y actuar, cuando se comprende que las evidencias que estructuran de esa manera las relaciones mismas del decir, el ver y el hacer pertenecen a la estructura de dominación y de la sujeción.” Es decir, es necesario cortar ese flujo unidireccional y romper la distancia entre el que dice y el que lee. En todo esto hay “una p arte” del receptor. Y es la que nos cabe poner en juego.
Como ha señalado Judith Butler, nuestra esperanza está en que el lenguaje también pueda fracasar, en especial el lenguaje del odio: “No se trata de minimizar el dolor que se sufre a causa del lenguaje, sino de dejar abierta la posibilidad de su fracaso, puesto que esta apertura es la condición de una respuesta crítica. Si la explicación del daño que produce el lenguaje de odio excluye la posibilidad de una respuesta crítica a tal daño, la explicación no hace sino confirmar los efectos totalizadores de tal daño.”
La apelación a una ética de la lectura, a una responsabilidad seria y meditada es lo único que nos cabe ahora. Escribir, decir, hablar, actuar de manera que cure. Y leer, recibir, entender, como si fuera un juego, como si las palabras fuesen sólo palabras.
Aunque sea un contrasentido, se trata de ser consciente de los peligros del lenguaje en su uso, de su capacidad para herir al otro y producir realidades. Pero, al mismo tiempo, de desconfiar de ese lenguaje en la lectura, “dejar abierta la posibilidad de su fracaso”. Creer, para ser responsables, y descreer, para pensar por nosotros mismos.