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Angel Pascual Rodrigo
Querido Paco, querido joven presidente:
Quiero felicitarte por el ímpetu e inteligencia con que has iniciado tu "legislatura".
Tu carta de la semana pasada tuvo notable repercusión, fue citada y subrayada en la prensa y en la red.
Sabiendo que con ella pretendías iniciar una vía de análisis sobre el tema —una especie de mesa redonda dilatada— voy a intentar aportar algo desde la perspectiva que me da el cumplir este año el 40 aniversario de actividad ininterrumpida desde mi primera individual.
Lo primero que quiero decir es que entre los galeristas hay de todo, como entre los artistas y en cualquier ámbito. He conocido algunos de una categoría humana, generosidad y honradez extraordinaria, algunos se han dejado la piel e incluso la vida en la labor.
Pero dicho eso, hay que decir que muchos de ellos se dejan llevar irreflexivamente por el apremio de las dificultades y las echan a las espaldas del artista. De los que abusan sistemáticamente por egoísmo y sin motivo de apremio prefiero no hablar, no merecerían la calificación de profesionales.
A lo largo de esos 40 años he sido testigo de una evolución notable en la estructura del mundo del arte del país.
La comisión normal de las galerías era el 30 % hasta la llegada de la Galería Maeght a Barcelona en 1974, que aplicaba el 50 % a sus artistas. A partir de entonces muchas galerías comenzaron a subir su porcentaje sin tener en cuenta que la Maeght editaba excelentes catálogos y proporcionaba a los artistas servicios muy profesionales y una notable promoción a nivel nacional e internacional.
Resulta necesaria desde hace años una normativa estándar para las comisiones, que incluso podría tener carácter de anexo en el «Manual de Buenas Prácticas».
Un abanico entre el 20 % y el 50 % habría de estar en relación con los servicios y costos que asume la galería: portes, montaje, producción, catálogo y otras ediciones en papel o soporte virtual, promoción externa, etc. El margen negociable habría de objetivarse y fundamentarse al máximo. Queda ahí un trabajo por hacer.
Pero hay otro problema estructural que provoca despistes y voy a intentar abordarlo desde el margen que me permite la memoria y la lógica:
Los espacios institucionales que existían en los 70 tenían en general un carácter muy distinto al de los actuales. Las cajas de ahorros solían tener salas en que se exponía simplemente por orden de llegada, apuntándose. El artista vendía sin cortapisas y le servía de espacio piloto para contactar con las galerías, que estaban consideradas como el primer rango en el ámbito del arte. Los pocos espacios de los ayuntamientos e instituciones gubernamentales eran escasos y fundamentalmente dedicados a exposiciones temáticas de amplio espectro cultural, o bien retrospectivas o antológicas importantes, generalmente de autores muertos.
Sólo conocí dos ejemplos de cajas que tuvieran un cuidado especial en la selección de exposiciones y su presentación. Uno de ellos era el de la Sala Luzán de la CAI en Zaragoza. A partir del momento en que Paco Egido tomó su dirección estableció un modelo bastante lógico: Para lograr la presencia de artistas cada vez más selectos y representativos (ver su programación ascendente desde 1970, especialmente desde 1973) la entidad pagaba los portes de las obras, viajes y estancias del artista y su pareja en un buen hotel, ponía a su disposición un equipo de montaje profesional, editaba catálogos y carteles excepcionales para el momento, tenía otras increíbles muestras de estima hacia la persona del propio artista y —¡atención!— ponía a su disposición una azafata especialista en el tema del arte y conocedora de los coleccionistas, que explicaba la exposición al público y facilitaba las ventas a cambio de un 8 % de las ventas. De ese modo los artistas tenían gran interés en exponer allí y la CAI quedaba limpia de sospecha de beneficio económico sobre aquellos eventos.
A finales de los 70 y en los 80 comenzaron a proliferar espacios de instituciones y entidades bancarias con una calidad y servicios —catálogo, montaje, etc.— generalmente muy superiores a los de las galerías. Pronto pasaron a ocupar el primer rango en la oferta expositiva, invirtiendo el orden establecido y provocando un gran problema para la subsistencia del artista: En esos espacios se había de evitar a toda costa la simple sospecha de que allí se vendieran las obras expuestas. La razón esgrimida era la competencia entre galerías e instituciones, pero en medio quedaba el artista, entre unas galerías eclipsadas en progresivo declive y unas instituciones que daban relumbre al artista pero no subsistencia. Con los años y los sucesos, la venta de arte ha terminado pareciendo algo ilegitimo y su posesión un indicio de corrupción.
Este es un tema que debería ir ligado al de las comisiones. La clave a mi entender es: Si el espacio expositivo no facilita las ventas de las obras y publicita las exposiciones como una producción propia, éste debe pagar los honorarios correspondientes al artista del mismo modo que a un músico en sus conciertos o a un escritor en la publicación de sus libros. La cuestión es elemental.
Con los mejores deseos de que esta correspondencia continúe y nos sirva a todos para entendernos
A. P. R.