Flassaders es uno de los centros cívicos con más trasiego de Ciutat. Lleva mes y medio en la UCI.
En la calle Ferrerias, junto a Flassaders, parecía que la utopía de un país desarrollado era posible. Sabíamos que teníamos un centro social –también llamado Flassaders– que funcionaba cual centro cívico escandinavo. Suena a ingenuo y lapidario, ya lo sé, pero es la realidad. Hace mes y medio que las cosas han cambiado, y la utopía se ha esfumado.
En la calle Flassaders ya no hay fabricantes de mantas, quienes le dieron nombre a la vía. Por entonces, cuando aquella encrucijada olía a lana secándose al sol, la fábrica de tejidos de Sa Gerreria había sido uno de los importantes centros neurálgicos de la actividad comercial y social de Palma. Un barrio vivo y orgánico que vivió épocas oscuras de nuevo superadas. Pero quizá no tanto como esperábamos.
Recientemente, durante un amable paseo burgués por la zona, noté al pasar frente al Centre Cívico Flassaders una inusual calma, la que precede a la muerte. Debían de ser las 6 de la tarde y en el centro no se oía una mosca. Recordé entonces que uno de los espacios que vertebra el barrio llevaba mes y medio sin apenas actividad, pues Cort decidió no prorrogar la gestión a la empresa adjudicataria hasta que no resuelva el nuevo concurso que convocó para ahorrarse presupuesto. Sin ningún tipo de planificación, lo que hasta ahora era un ateneo popular sui generis –con sus talleres, tertulias, cursos, charlas, exposiciones y ludoteca gratis para los niños– ha quedado interrumpido durante un número indeterminado de meses complicando la vida a padres que ya no pueden dejar a sus hijos en el centro (bravo por la tan cacareada conciliación de la vida laboral y familiar por parte de los políticos) o a jubilados que han perdido sus clases de ejercitación de la memoria o gimnasia diarias. Famosas eran también las chocolatadas de Navidad organizadas con las asociaciones de la zona, o las actividades que se llevaban a cabo en el centro durante el Día de la Mujer o de la Paz. En Flassaders había vida, se feia ciutat, una labor que no surge sólo a partir de los villages veraniegos o invernales (Nit del Born mediante), ni tampoco únicamente con el terraceo recaudatorio del alcalde Isern, su todopoderosa fórmula de la Coca-Cola que tantos aplausos ha concitado.
Lo que preocupa en Palma es que la ciudad vaya pasando cada vez más a manos privadas: las asociaciones de vecinos pierden fuerza y poder con la privatización de los casales de barrio, esos centros de participación y de intercambio de ideas. La cohesión vecinal se resquebraja. Pero no sólo eso, el Ayuntamiento cierra la mitad de estos espacios gestionados por vecinos que en algunos casos han conseguido lo que ninguna administración en toda su historia. Y el ejemplo que voy a dar es muy significativo. Recuerdo el caso de dos casales de jóvenes de Nou Barris en Barcelona, que llevaron a cabo una iniciativa sorprendente: el acercamiento y el diálogo entre grupos juveniles tradicionalmente rivales como los Latin Kings y los Ñetas. Se redujo la conflictividad entre ambos mediante la organización de un festival musical de América Latina con una noche en la que participaron a partes iguales medio millar de Ñetas y Latins. Resultado: cero incidentes y todos comprometidos para la siguiente edición. Igual nuestros munícipes deberían confiar más en los vecinos, quienes pagan cada día más impuestos, para que apuntalen en cada barrio su propio ateneo, su lugar de reunión, pues, quiénes, mejor que ellos, conocen la realidad que pisan todos los días. Por eso, los centros cívicos deberían ser lugares sagrados, la casa de los ciudadanos. Por eso, tener Flassaders abierto en Palma es una utopía posible. Y sin fórmulas de la Coca-Cola. Todos lo hemos visto.