Miguel Á. Hernández-Navarro | salonkritik
A estas alturas de la película, no voy a descubrir a nadie la potencia política del movimiento 15M y todo lo que de éste se deriva. En la historia de la democracia española, es quizá el único movimiento que ha sido capaz de hablar de tú a tú a los aparatos institucionales del Estado sin la necesidad de formalizarse o constituirse a través de los canales establecidos para ello (partidos políticos, sindicatos, asociaciones…). Sin forma clara y sin líderes reconocibles, a través de la red y de un sistema de organización horizontal, el movimiento cuestiona y hace repensar el modo en el que se construye la democracia. Y, por supuesto, propone vías de salida a un sistema perverso y absolutamente alejado de la participación ciudadana.
En estos días se ha reflexionado mucho acerca de las reivindicaciones concretas, de las propuestas y de los modos de acción política del 15M. Así que no voy a entrar en ello. Me faltan herramientas de análisis y, sobre todo, son numerosos los intelectuales competentes que se han adentrado en estas cuestiones con bastante mayor diligencia de lo que yo podría hacer aquí a destiempo.
Como ciudadano, claro está, tengo mi visión del asunto. Y me fascina el despertar de la conciencia política que está teniendo lugar en gran parte de la ciudadanía, que parece haber comenzado a salir de un letargo que parecía infinito. Pero ahora me gustaría reflexionar sobre lo que el movimiento supone para el ámbito de la cultura visual –entendiendo, por supuesto, que la focalización en la visualidad del movimiento está siempre vinculada con su potencia política.
El modo en el que el movimiento ha visualizado y creado una “imagen social” para una situación de desigualdad en el “reparto de lo sensible”, articulando una serie de demandas comunes clave lo convierte en un caso de análisis paradigmático y ejemplar para los estudios de cultura visual, sobre todo si estos se entienden según la clásica definición de W.J.T. Mitchell, de acuerdo con la cual los estudios visuales no sólo se encargan de la construcción social de lo visual sino también de la construcción visual de lo social. En este sentido, las acampadas, las protestas, las pancartas, las imágenes, los modos de organización y articulación del movimiento… son la forma visible –forma amorfa– de ideas, situaciones y relaciones de poder que emplazan concepciones del mundo, deseos, sueños, miedos, modelos, identificaciones, proyecciones… es decir, lo que habitualmente hemos venido llamando ideología.
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La cuestión de lo visible es central a todos los niveles. Y no puede ser, de ningún modo, separada de la cuestión política. Y es que, sin lugar a dudas, uno de los mayores éxitos del movimiento 15M ha sido la visibilización de una situación –un sentimiento y unas convicciones– que no tenían una imagen establecida en el imaginario común de la ciudadanía. El 15M ha hecho visible una serie de realidades que estaban en el aire. Les ha dado forma. Las ha articulado. Las ha aglutinado y las ha concretado en una serie de demandas concretas apostando por la fuerza de lo común.
Como sostiene Jacques Rancière, la política se desarrolla en el ámbito de lo visible. El sujeto político debe “hacerse ver”, lograr una cierta visibilidad. Sin embargo, no todos los sujetos forman parte de esa arena visible. Junto a los que son parte integrante, están “los sin parte”, aquellos que no pueden decir ni hacerse ver políticamente. La posibilidad de una politización de esos invisibles, una especie de “política de los sin parte” sólo es posible a través de un proceso de creación de comunidad y de universalidad de los conflictos. El “sin parte” sólo puede constituirse como sujeto político si consigue visibilizar el conflicto y hacerlo extensible a una comunidad. Es así como tuvo lugar el movimiento de los sans-papiers, que el propio Rancière utiliza como ejemplo. Los inmigrantes ilegales en se apropiaron de esa invisibilidad y la reclamaron como una posición al grito de “soy un sin-papeles”. Nombrándose a sí mismos como lo innombrable, lograron establece r una cierta visibilidad que no era la visibilidad controlable por la policía, sino la que reclama un lugar visible en la política.
Sin duda, “los indignados” –un término que, reconozco, no acaba de gustarme, aunque la clave está al final en hacerse fuerte en el lenguaje– reclaman su parte política del mismo modo que los “sin papeles”, a través de formas y modos de organización que no son fácilmente controlables por los mecanismos de ordenación de la police. Sin duda, el 15M es un ejemplo de cómo la constitución de visibilidad supone una entrada en la política. Lo que ha conseguido –y esto es algo de cuya importancia quizá no llegamos aún a ser conscientes– es la entrada de una situación y unas demandas en un ámbito reservado a la “administración”, más que a la política real.
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El movimiento se ha hecho visible y se ha mostrado para constituirse políticamente. Y ese mostrarse ha tenido lugar a través de la generación de visibilidad a varios niveles, articulando de un modo magistral, nunca visto hasta el momento con esa intensidad, el ámbito de lo inmaterial con el ámbito material: el trabajo con los mecanismos y plataformas de enunciación a través de la red 2.0.; y el trabajo con las visibilidades corporales por medio de la ocupación y reapropiación simbólica y real del espacio urbano, tomando la calle y la plaza.
Una de las claves de la potencia del movimiento y de su entrada en la política, por tanto, se encuentra en la utilización sabia de estos dos regímenes de relación: el virtual y el corporal. La revolución está siendo la revolución de las ideas, de la comunicación y la red inmaterial; pero no está dejando de ser la revolución de los cuerpos. Quizá esto ha sido –y sigue siendo– el fundamento de todo, el haber entendido la potencia de la tecnología, en su vertiente emancipadora, pero haber mostrado la presencia de los cuerpos como un resto ineludible que mancha la virtualidad pura, y que al mismo tiempo constituye aún un criterio de visibilidad necesario en un mundo creado sobre la utopía del borramiento y la desmaterialización de los sujetos.
Esta doble articulación virtual/real o mejor, inmaterial/material –porque todo es real– presenta uno de los aspectos más relevante de la visualización del movimiento en la sociedad. Algo que se produce a través de una suerte de convergencia tecnológica donde se dan la mano tecnologías avanzadas con tecnologías precarias, la acertada mezcla de Twitter y los programas de diseño con el cartonaje y la cinta aislante.
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Algo que llama poderosamente la atención del movimiento es su “apariencia” –su forma visual, o, si se quiere, su estética–. Uno podría haber imaginado que un movimiento que se origina en las redes sociales y el mundo de Internet se iba a construir como una revolución de diseño. Y sin embargo, las formas de la protesta, los campamentos, las pancartas, responden a una estética completamente diferente. Una estética que recuerda casi inmediatamente a las formas de lo que Nicolas Bourriaud llamó “estética relacional”. Y no sólo por el sentido primario del término –la contribución al encuentro y a la producción de comunidades intersticiales–, sino sobre todo por la apariencia precaria de sus formas, que recuerdan bastante a las obras de artistas como Thomas Hirschhorn, Gabriel Orozco o Rirkrit Tiravanija. Construcciones efímeras, perecederas, que sin embargo se cargan de un gran potencial simbólico para desafiar a las grandes estructuras rígidas del mundo contemporáneo.
Aunque evidentemente es al revés –son los artistas quienes se inspira para su obra en la realidad precaria–, uno no puede borrar de su mente las instalaciones que ha visto de artistas relacionales y observar los campamentos, al menos momentáneamente, como si fueran una gran obra de arte, una gran performance donde, por fin, la reunión, la comunidad, la relación... (todo eso que predicaba Bourriaud) hubiera llegado a la calle real. Una estética precaria –de cartones, cinta aislante y fanzine– que, como he mencionado, convive con la tecnología más avanzada a nivel de usuario –ordenadores, móviles de última generación, transmisión en streaming de las asambleas, etc. Lugares de convergencia de regímenes tecnológicos distintos, que sin embargo se amoldan y se dan la mano con una naturalidad pasmosa en todas las direcciones; de lo tecnológico a lo precario o de lo precario a lo tecnológico, como, por ejemplo, los diseños por ordenador, los banners en los bl ogs, las imágenes de perfil de Twitter de muchos usuarios, que adquieren la apariencia y el toque retro vintage del esténcil y la pancarta artesanal. Es curioso cómo, en la era del photoshop y la High Definition, la imagen de la revolución se produce y construye en Low-Fi.
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La “relacionalidad” del movimiento sucede al nivel de la forma, pero también a un nivel mucho más profundo, el de la relación, la creación de comunidad y pensamiento en torno a una forma que propicia el encuentro y la reunión. En este sentido, las acampadas han constituido el mejor ejemplo de estética relacional. Después de lo que hemos visto este mes, difícilmente podremos volver a clase y explicar la obra de Tiravanija, Hirschhorn, Orozco o cualquier otro artista del canon relacional sin ruborizarnos y dar cuenta de su esterilidad en el mundo real. Y es que lo que ha sucedido deja a los artistas a la altura del betún, y nos hace ver el discurso pseudopolítico del cierto arte avanzado como lo que realmente es, mera pose, puro discurso vacío.
En las calles y en las plazas hemos visto realmente formas de relación. Esto sido el verdadero triunfo de la estética relacional. Y no la deriva bienalista institucionalizada del arte contemporáneo.
Releyendo estos días a Bourriaud, entendía mucho mejor algunas cosas. El comisario francés se ha llevado críticas por todos los lados. Yo entono también el mea culpa, porque alguna se me ha escapado. Su laxitud, su generalización y su falta de profundidad en ocasiones, creando discursos fáciles de asumir y de utilizar como marcas, lo ha convertido en una diana fácil para muchos. Sin embargo, y a pesar de los pesares, creo que es necesario volver a leer Estética relacional. Y hacerlo con la mente puesta en lo que está sucediendo. No en los artistas que nombra Bourriaud. Y es que la vida ha ganado la batalla al arte. Hemos estado hablando de las cosas en el sitio equivocado. Y en la calle nos han dado una lección.
O quizá no. Quizá esas cosas que se han anunciado y profetizado en los museos han contribuido a algo. Quizá.
¿De qué nos ha servido el arte? Esa es una cuestión para plantearse ahora. Lo que hemos visto en las calles no es “estetización de la política” –aunque una lectura perversa podría verlo así–, pero tampoco llega a ser tampoco “politización del arte”, aunque muchos artistas estén “al servicio” de la revolución. No. Esto ha sido otra cosa. Aunque, desde luego, en un sentido amplio, hay arte, hay creación, poiesis política. Y eso nos hace creer algo, aunque sea poco, en eso a lo que nos dedicamos.
De todos modos, no tardarán mucho algunos artistas en acampar en los museos y proponer asambleas y protestas en las bienales. Y enseguida saldrán en los libros.