6/3/13

Salon Kritik

Un relato propio - Juan Cárdenas
Después de descartar algunas hipótesis manidas (falta de contacto internacional, monolingüismo, precariedad estructural), el análisis de Hernández Navarro detecta acertadamente que esa "falta de presencia" reside fundamentalmente en la "ausencia de un imaginario <> que se acomode y coincida con el discurso arquetípico del mundo del arte global". Y más adelante señala que "tras la entrada de la democracia, el arte español no ha conseguido hacerse una imagen, crearse un imaginario propio, o pensar una narrativa que no sea la de la emancipación (…) el arte español no ha sido capaz de generar discursos artísticos "fuertes" o articulados. Discursos que, en cualquier caso, pudieran ajustarse a los imaginarios hegemónicos", lo que pondría al arte de este país en una situación de exclusión que sería incluso geopolítica: ni centro ni periferia, ni motor de la hegemonía ni máquina de generación de contradiscursos, ni siquiera en la posición fácilmente asimilable del Otro. En ese sentido, no deja de ser llamativo el hecho de que se acuda a teóricos de la interculturalidad y el poscolonialismo (Spivak, Bhabha, Canclini) para tratar el asunto, cosa que parece atestiguar el renacimiento de una extraña conciencia de subalternidad en un país que, hasta hace no mucho, se sentía plenamente aceptado en el selecto club de las grandes potencias (un gesto aspiracional y cursi que alcanzaría su máximo patetismo con la célebre foto de Aznar y sus amigos en las Azores, poco antes de la invasión a Irak).

Hernández Navarro parece detectar en el ambiente todas estas energías y dedica su artículo no solo a analizar las posibles causas sino que ofrece también una serie de alternativas o puntos de fuga. Creo compartir la primera parte de su diagnóstico, es decir, que en el campo del arte contemporáneo España tiene una presencia difusa, insustancial como discurso, como lugar de irradiación de propuestas. Y sin embargo, el artículo de Hernández Navarro confunde reiteradamente el diagnóstico de ese síntoma con la identificación de un fin. Dicho de otro modo y valga el símil, dado que España no está invitada como miembro de pleno derecho en esa asamblea general de las naciones unidas del arte, es preciso subsanar el error a como dé lugar, es preciso que nos abramos paso, que tengamos voz y voto. La aspiración parecería incluso legítima si no ocultara más de una trampa. En primer lugar, se da por hecho de manera acrítica, natural, que todo arte producido en una nación tiene como finalidad primordial el reconocimiento, la visibilidad internacional, de modo que todos los esfuerzos han de centrarse en alcanzar dicho espacio de poder. Asumir esa premisa sin someterla a examen constituye el primer peligro del planteamiento del artículo. Especialmente porque ello implica pasar por alto otras cuestiones que quizás sean más relevantes en relación a la tarea del arte en la sociedad española. Si dejamos de lado la cuestión del mercado, en otros sentidos tan importante, cabe preguntarse si lo que debe preocupar a los artistas españoles es que sus obras sean o no reconocidas en los grandes eventos o espacios del arte internacional, a la manera de una voz solista en el majestuoso concierto polifónico para coro y orquesta de la Gran Hegemonía Estética Global.

También cabe preguntarse si todos los sectores que integran el modesto organismo del arte contemporáneo español (instituciones, artistas, curadores, críticos, galeristas, etc.) tendrían por tanto que emplearse a fondo para crear un lobby de presión que garantice la presencia identificable del arte made in Spain allende los mares. Estoy haciendo una caricatura, claro, pero la traigo a escena por un afán didáctico y para mostrar que el bienintencionado análisis de Hernández Navarro replica los síntomas que pretende atacar, mientras oculta los problemas de fondo que están propiciando la insustancialidad del arte español como discurso. Así, al sugerir que la internacionalización es el factor determinante de las prácticas, se descuida una dimensión más elemental que podríamos describir con una serie de preguntas: ¿no debería el arte español estar más preocupado por dar respuesta y concebir sus prácticas en relación a las experiencias que lo circunscriben y lo hacen posible? ¿En qué medida el arte español constituye una herramienta de conocimiento, análisis, comunicación o exploración de las realidades más inmediatas de esa extraña construcción a la que podríamos llamar España? Y lo que es más importante, una vez asumida la condición de subalternidad, ¿no habría que replantearse por completo las funciones que el arte ha venido desempeñando en la sociedad española en las últimas décadas; funciones que, como bien sabemos, han estado íntimamente ligadas al marco de una economía especulativa y, por ende, a una desvergonzada claudicación de la producción artística a la lógica del mercado? ¿No habría que volver a pensar para qué estamos haciendo arte? ¿Para quién? ¿Con quienes? ¿Para uso de qué clase de sujetos? ¿De veras es deseable conservar, en el actual contexto social, económico y político de España, la figura del artista-embajador, el artista-representante ante el mundo? ¿Representante de qué? ¿De unas "tendencias", de unas identidades manufacturadas ex profeso? ¿No sería conveniente proponer una nueva praxis artística capaz de entablar un diálogo fértil con el actual estado de las cosas, en lugar de preocuparnos en vano por ponernos en hora con un inexistente reloj universal? ¿Acaso podremos superar la esquizofrenia histórica con un aggiornamento no menos patológico que, por cierto, se ha repetido aquí al menos desde el siglo XIX, cuando España sintió que empezaba a quedarse a la cola de la Historia?

Quizás el problema de fondo en la argumentación de Hernández Navarro es que asume con total mansedumbre el relato de que existe un arte internacional, como una escena perfectamente orquestada donde cada cual toca su instrumento, o mejor, una Liga de Campeones donde es necesario hacer acto de presencia para no quedar como el último paleto de la montaña. Por supuesto, eso es lo que el aparato institucional de los autoproclamados centros culturales y económicos del planeta pretende que creamos. Lo alarmante es que Hernández Navarro ni siquiera se cuestione la tramoya historiográfica con la que está armado ese relato colonial y lo asuma casi como una ley natural que nos obligaría a ajustarnos a los tiempos que corren, lo que en el fondo quiere decir, bailar al son que nos toquen los que mandan, esa tradición nacional.

Por otro lado, ha de aclararse que la relevancia de lo que se produce en la periferia no depende en absoluto de la actualidad con la que allí se reproduzcan o se versionen las tendencias dominantes; antes bien, estos discursos se vuelven relevantes a nivel internacional porque en esos lugares se ha respondido a cuestiones muy locales con recursos formales que, aparte de generar unas experiencias sociales, estéticas y políticas determinadas, son capaces de dialogar con la tradición. En definitiva, es la plena y lúdica aceptación de la situación provinciana y marginal lo que posibilita la creación de un mecanismo de traducción de experiencias, tanto locales como globales, tanto actuales como históricas [1].

Tal es el caso, para dar solo unos ejemplos, del reciente interés por los artistas neoconcretos brasileños, los cinetistas venezolanos o por el conceptualismo latinoamericano, tanto en las instituciones como en el mercado internacional. Aunque la recepción de todas estas prácticas dista de ser satisfactoria en términos históricos, pues en muchos casos se procura ajustarlas al Gran Relato, lo cierto es que se empieza a reconocer su pertinencia discursiva y formal. Y ello en virtud de la interfaz que estos artistas periféricos supieron generar con los contextos a los que pertenecían [2].

Me parece, pues, que para enfrentar todas estas cuestiones no es necesario recurrir ni a las maromas identitarias de Spivak ni mucho menos a la empanada intelectual de Bourriaud, cuyo radicante no es otra cosa que un rizoma transgénico, libre de toda contaminación política, para uso del curator pijo y demás "gente del sector" que no se quiere manchar las manos. La identidad española es, en este caso, un pseudoproblema. Lo verdaderamente urgente y necesario en este instante de peligro es repensar la orientación y la finalidad de todas las prácticas artísticas a partir de los problemas que la realidad, tozuda siempre, nos ha interpuesto en el camino. Se trata de una oportunidad para el arte como actividad de conocimiento en una sociedad, pero es sobre todo una oportunidad colectiva para construir un relato propio de lo que el arte hace y significa en este contexto. Plegarse al relato ajeno, eludir esa responsabilidad histórica aspirando a que nos acepten en el club de los más guapos, es seguir subiendo las patas encima de la mesa, como hacía aquel cowboy manchego que en pleno auge del pelotazo amenazaba a los terroristas con impostado acento tejano.

[1] Para un análisis a fondo de las relaciones entre arte, cultura popular y sociedad en América Latina ver Martín-Barbero, Jesús, De los medios a las mediaciones, Barcelona, Gustavo Gili, 1987.
[2] Ver Camnitzer, Luis, Didáctica de la liberación, Murcia, Cendeac, 2009.