El uso de la palabra moderno está tan extendido en nuestro lenguaje que es difícil reducirla a un único concepto
Antonio García Espada | Webislam
A esta asociación se debe el tremendo prestigio de lo moderno. Moderno realmente ha pasado a designar lo funcional, eficaz y mejor, la manera por excelencia de inyectar orden en la experimentación humana de la realidad y de solucionar los problemas derivados de la interacción del hombre con el medio. A pesar de ser del todo incomprensible para la perspectiva moderna la resistencia ofrecida durante milenios por las diferentes civilizaciones a institucionalizar lo moderno como forma preferencial de interacción con la realidad, cabe especular que es precisamente la renuencia a plantear la realidad como un problema, o al menos a plantearla como un problema con solución, una de las más plausibles causas de lo tardía y geográficamente exclusiva que ha sido la plena implementación de la modernidad. No es hasta el siglo XIX cuando parece que por fin los europeos consiguen mapear toda la superficie de la Tierra y dejarla libre de puntos blancos. Las ciencias por entonces ya están ampliamente diversificadas y han logrado clasificar y sistematizar tantas parcelas del conocimiento humano como son necesarias para la gestión de la vida en todos los niveles de existencia, a lo largo y ancho del planeta entero. Europa, en tanto centro de un verdadero sistema mundial del que recibe abundantes recursos materiales que parece ser capaz de gestionar con sorprendente efectividad, experimenta una increíble sucesión de cambios que, esta vez sí, tienen la facultad de emanciparla completamente de la inercia, la irracionalidad, la inefectividad y el sopor de la tradición.
A principios del s. XX la modernidad ha triunfado hasta el punto de convertirse en modernismo. Ya no queda apenas ser humano sobre la faz de la Tierra sin acomodar al orden moderno, a las jurisdicciones del estado y la ciencia. Europa está segura de haber alcanzado la cota más alta y prometedora jamás alcanzada por civilización alguna, hasta que… un duque austriaco es asesinado en los Balcanes y acto seguido tiene lugar el mayor desastre en términos demográficos que ha conocido la historia de la humanidad. Leído como fenómenos concatenados, la I Guerra Mundial, la Revolución Bolchevique, la disolución del Califato Otomano, la Guerra Civil Española, la II Guerra Mundial y los dolorosísimos procesos de descolonización pudieron haber causado más de trescientos millones de muertos y un número muy superior de desplazados en lo que sin duda se trata de la máxima expresión del dolor infringido al hombre por el propio hombre (1).
Modernidad sólida, modernidad líquida
Lo más curioso, lo trágico en realidad, es que la idea rectora de la modernidad no salió del todo mal parada. Por una parte la modernidad ha seguido siendo comprendida como una especie de proveedora neutral de capacidades técnicas particularmente efectivas y beneficiosas que, sin embargo, el género humano no ha sabido utilizar correctamente. La razón radicaría en una insólita aceleración evolutiva de las capacidades más nobles del hombre que chocaron contra nefastas inercias del pasado y primitivas estructuras de pensamiento aun muy extendidas entre los humanos. El paradigma de esta clase de razonamiento exculpatorio lo proporcionaría la imagen del holocausto judío a manos de los nazis. Millones de judíos habrían sido ejecutados por un persistente sentimiento antisemita presente en la identidad europea desde el siglo X o incluso antes. La shoah había sido por tanto la expresión de la barbarie medieval que se las habría apañado para sobrevivir y desfigurar el rostro de la modernidad (2). Pero incluso la propia guerra pudo ser digerida y guardada en la gaveta de los impulsos atávicos dominados o a punto de serlo gracias a la victoria de las salvíficas potencias aliadas y la implementación de formas de gobierno totalmente comprometidas con el bienestar del ser humano y su progreso. Formas de gobierno, además, alineadas a lo largo de un eje cuyos dos polos, el soviético y el capitalista, agotaban todas las opciones civilizacionales hasta el punto de encapsular al resto de la humanidad, la gran mayoría, en un supuesto mundo tercero, atrasado, sin otra aspiración que perseguir la locomotora de uno u otro tren de desarrollo.
La otra lectura que se ha acabado imponiendo ha querido ser más penetrante, más sutil, menos complaciente, resultando no obstante igualmente estéril. Su origen es difícil de precisar y radica en el malestar generado por la exigencia de exclusividad de la propia modernidad. Y aunque varias generaciones de bienintencionados pensantes alumbraran formas de criticismo al conjunto del sistema de pensamiento occidental, no es hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX que alcanza inusitado relieve una nueva propuesta para superar las calamidades producidas a la humanidad por la propia modernidad añadiéndole un post. Uno de los más nocivos secretos de la modernidad desenmascarado por la posmodernidad es su imparable fragmentación de la realidad.
Todo el edificio de la modernidad estaría asentado sobre una distinción radical entre el significante y lo significado, el observador y lo observado, la conciencia y sus encarnaciones. El ser moderno creía posible, conveniente y verificable salirse de la realidad y relacionarse con ella como un ente autónomo. Su individualidad además de empírica era exhaustiva, lo explicaba todo. Su relación con cualquier otro aspecto de la vida estaba determinado por un propósito y era por tanto lo más deseable normalizar dicha relación mediante contratos o leyes.
El posmoderno reacciona a esto esquivando el logro, la jerarquía de intenciones que estructura la psicología, el estado-nación, la cultura, la ciencia, la novela y todo otro producto de la modernidad. De una visión preferencialmente diacrónica, el posmoderno pasa a una exclusivamente sincrónica en la que no caben principios ni fines, orígenes ni objetivos. Su actitud es pretendidamente humilde pues se posiciona en la periferia del pensamiento, se aleja de los grandes relatos, asume su incapacidad para hablar por los otros y limita su contribución al saneamiento de la utopía. La posmodernidad por eso es solo tangible a nivel de lenguaje pues sus contenidos son tan variados e informes como la amarga queja que exhala. En último término lo que la posmodernidad reprocha a su antecesora es su incapacidad de proporcionar coherencia y orden a la realidad. En este sentido ¿no es la propia modernidad la que se reprocha a sí misma no haber logrado su más elevado propósito? ¿Hasta qué punto la propuesta posmoderna no ha hecho otra cosa que emanciparse de esa metafísica del progreso que servía de último elemento unificador en la modernidad y, por lo tanto, de último freno a la total fragmentación y dispersión de la realidad?
Prescindiendo por el momento de discutir más seriamente la naturaleza de la verdadera relación entre modernidad y posmodernidad, parece seguro que a todas sus versiones les cuesta prescindir de algo contra lo que posicionarse. Circunstancialmente el papel de lo opuesto ha podido ser desempeñado por el bárbaro, el negro, el Oriente, lo femenino, la religión y más recientemente el criminal, el terrorista o el analfabeto. El caso es que todas las versiones de lo moderno tienden con asombrosa facilidad a crear espacios de antagonía y seguimos teniendo motivos más que fundados para preguntarnos si la reivindicación posmoderna de tolerancia, multiculturalismo y relatividad no es sino un espacio intermedio diseñado para dar una protección limitada y temporal a lo Otro; una nueva reserva creada por los vaqueros poscoloniales para reunir a los indios dispersos en espera de una rendición total e incondicional.
La sacralización de la ruptura
Si, efectivamente, la causa radica en la incapacidad última que tiene lo moderno de entenderse de otra manera que mediante oposiciones, nos encontramos de nuevo con un espacio totalmente compartido entre modernidad y posmodernidad. En ambos casos, nada ejerce el papel de alteridad extrema tan efectivamente como el pasado; lo dejado atrás por el tiempo. Y es de esa concepción extremadamente sacralizada de la noción de ruptura de donde reciben toda su fuerza las lecturas modernas de la realidad. Una noción de ruptura que es sagrada precisamente porque proporciona algo mucho más importante que el origen: proporciona la esencia. Aunque sea imposible contar con una certeza total a este respecto, la altísima probabilidad de que la palabra “tradición” apareciera en las lenguas vernáculas con posterioridad a la palabra “moderno” es ya de por sí tremendamente significativa. Parece que la idea de tradición, la idea de pasado total, no surge sino como necesidad experimentada por la modernidad de saber lo que no es.
La modalidad de pensamiento histórico tiene muchas virtudes y un único defecto: tiende con suma facilidad a adquirir la apariencia de la verdad. Sin embargo, la carga de objetividad o plausibilidad de toda investigación histórica nunca será suficiente para apartar ni un solo instante del flujo del tiempo y hacerlo autónomo. Todo momento lo contiene todo y depende de todo, y es la mirada intencionada la única capaz de hacerlo significativo. Ni aun cuando el historiador se propone no exceder en lo más mínimo su más estricto compromiso con los parámetros de la investigación científica, empírica y demostrable, puede evitar insertar su ejercicio en un orden artificial creado con un propósito determinado. Ni siquiera en los casos de más baja intensidad, el propósito escapa a la linealidad y sus máximas como “quien no conoce su historia…”, “saber de dónde venimos…”, “la historia es maestra…” etc… Y, sin embargo, para la modernidad la historia es mucho más que un ejercicio lúdico – la organización de conmemoraciones, celebraciones y fiestas – o de adiestramiento – el ensanchamiento de la capacidad humana de pensar la realidad. Su ambición en realidad es muy superior a todo esto. La modernidad encuentra en la historia su principal fuente de autoafirmación y autodeterminación lo que, evidentemente, aumenta de manera considerable la intensidad del propósito. Por tanto, en el colmo de la paradoja, nada quebranta la aspiración de objetividad y plausibilidad de la historia investigada con métodos modernos como la propia idea de modernidad.
La principal estrategia de autoafirmación y autodeterminación enunciada por la modernidad ha sido y es la manipulación del tiempo. Tomemos el momento que tomemos, en todos los casos, a la hora de proclamar su origen la modernidad necesita alterar el orden natural del tiempo y verse a sí misma bien como un “Renacimiento” que recupera un momento glorioso del pasado lejano mediante la superación de una época intermedia, oscura y medieval o bien mediante la superación total y definitiva de un “Antiguo Régimen”. Incluso dentro de las más modestas versiones nacionales de la cultura no hay historiografía libre de la invención de alguna que otra tradición – en realidad de todas las que tienen que ver con las grandes construcciones de la modernidad como el estado, la cultura o la identidad. Pero, es más, la amplificación de la intensidad y el alcance de la ruptura ocupa en los orígenes de la modernidad un lugar mucho más vital que el de mera estrategia discursiva.
Los lugares de la modernidad
Si hay algún lugar físico donde los efectos de la ruptura se han hecho sentir con una fuerza más devastadora, ese es sin duda América; todo un continente que fue incorporado al orden mundial bajo la tutela de Europa y precisamente en los momentos fundacionales de la modernidad. Los dos procesos históricos más relevantes en América, el descubrimiento por parte de los castellanos y la creación de las naciones independientes, tuvieron lugar como consecuencia de las revoluciones que en los siglos XV y XVIII impulsaron definitivamente Europa hacia la modernidad. Aparte de otras muchas consideraciones, el traslado e implementación de las ideas modernas europeas a América supuso en ambos casos millones de muertos y fracturas que están aún hoy lejos de haber cicatrizado. Al parecer, más que héroes y mártires, la modernidad requiere víctimas, millones de vidas humanas sacrificadas en los altares de la conquista, la patria y el progreso (3).
Hay, no obstante, un momento en la génesis de la modernidad que por lo general pasa inadvertido a los historiadores. Sin duda que los descubrimientos en el siglo XV de las rutas marinas hacia el Naciente y el Poniente, la unidad territorial y confesional lograda por la Monarquía Hispánica o la creación de los primeros imperios totalmente orientados al beneficio mercantil y sin continuidad territorial son algunas de las primaverales frutas de la modernidad4; lo son también la imprenta de Gutenberg, la ruptura protestante de Lutero, la gramática de Nebrija, o la división de la Tierra de Tordesillas; y con más razón las revoluciones burguesas del siglo XVIII en los terrenos de la economía, la filosofía y la política. Pero mucho antes de todo eso, un modus operandi típicamente materialista, casi físico, se abrió paso entre las mentes más brillantes del siglo XIII cuando les tocó abordar asuntos centrales para la supervivencia de la civilización; llegando incluso a conseguir para ello el apoyo de las más altas instancias de poder de la Cristiandad Latina por razones que son de por sí esclarecedoras de la recurrente necesidad experimentada en la Europa Occidental de afrontar la realidad con esa epistemología a todas luces defectuosa pero tremendamente seductora que es la modernidad.
Directamente relacionado con la descomunal expansión de los mongoles gengiskánidas y la aparición en el Mediterráneo de los mamelucos y los otomanos, las fronteras de Europa se contrajeron notoriamente a lo largo del siglo XIII. Coincidiendo con un fuerte aumento demográfico y el agotamiento de tierras fértiles, los señores de la Europa medieval se quedaron sin feudos con los que extender las relaciones vasalláticas que durante siglos habían servido para regular y estabilizar las relaciones de poder en el extremo occidental del hemisferio euroasiático. El simultáneo crecimiento del Islam, su imparable avance en los terrenos de la guerra, la ciencia, el arte y la tecnología, su incuestionable prestigio en el ámbito de lo espiritual, así como la pérdida definitiva de la Tierra Santa en 1291 supusieron además un continuo y agudo desafío a la autoridad y el prestigio de la tradición latina.
Buena parte de los centros de poder más influyentes de la época abordaron esta sucesión de acontecimientos como una amenaza a la propia supervivencia y continuidad; un problema grave que requería solución. Las mayores instituciones latinas, como el papa de Roma y el rey de Francia, optaron por la renuncia parcial a algunos de sus privilegios para abrir espacios nuevos a sectores sociales tradicionalmente periféricos; sectores dedicados a la manipulación de la materia y su redistribución cuya subsistencia dependía en buena medida de su capacidad de improvisar y adaptarse a circunstancias nuevas (fluctuaciones de la oferta y la demanda, atajamiento de plagas y epidemias, solución de delitos y atentados contra una concepción situacionista de la justicia terrenal). Se trataba de profesionales dedicados a identificar las anomalías dentro del orden para después rectificarlas siempre teniendo en cuenta que dicho orden era inalterable y que el rango de sus acciones nunca podría exceder los límites de lo concreto y temporal.
Durante el último cuarto del siglo XIII y primero del XIV este método inicialmente concebido para solucionar conflictos marginales (conflictos que apenas afectaban al grueso de la vida pública y que en cualquier caso daban de comer a un porcentaje mínimo de la sociedad) comienza a perfilarse como una tecnología de poder válida para afrontar cuestiones centrales de legitimidad y gobernabilidad en Europa5. De repente las relaciones entre las diferentes instancias de poder, al aumento y conservación del prestigio de las instituciones, la defensa de sus derechos y el alcance de su dominio pasan a ser replanteados de acuerdo a la lógica parcial de artesanos, mercaderes, médicos, abogados etc. Bajo la retórica del estado de emergencia, la Verdad transmitida por la tradición en forma de dogma es puesta en cuarentena y momentáneamente apartada del horizonte de negociaciones. En su lugar se opta por un tipo de veracidad con cierta apariencia de estabilidad pero en realidad comprometida con el éxito; éxito al que se llega mediante el cálculo de probabilidades.
¿Donde no está la modernidad?
Sin duda, el hecho de estar sustentado preferencialmente en las perspectivas individual y empírica facilitó la confusión entre verdad y logro o cuando menos cierta pérdida en el grado de universalidad de la primera. La máxima aspiración de la ciencia moderna (o para el caso el de la novela también) es reducir al máximo lo recibido en beneficio de lo adquirido. Ciertamente se trata de un incremento considerable de autonomía, de un avance positivo hacia la emancipación del sujeto, quien con el triunfo de la modernidad ya no está obligado a entenderse como un ser creado pero sí como un agente de cambio. Sin embargo, al estar toda búsqueda individual de una verdad no dada por la tradición sujeta al mismo proceso de degradación que afecta a sus propios constituyentes, el método moderno tiene una capacidad limitada de generar consenso entre entes autónomos. Visto desde la perspectiva del siglo XIII lo moderno no es más que la ruptura de consensos amplios para generar otros de corto alcance y duración breve. Seguramente este tipo de acuerdos parciales y temporales fueron los únicos capaces de alinear en pos de un único objetivo los muchos y divergentes agentes políticos, sociales y económicos de la pluricéntrica Europa medieval.
Cabe aquí notar que la extraordinaria capacidad de los grandes dirigentes de la Cristiandad Latina de negociar con la fuente de su propia autoridad implicaba también serios riesgos de ver relativizada su misma posición en el cosmos social. Los negocios entre abogados, compañías comerciales y órdenes mendicantes con reyes y papas supusieron un inusitado ascenso en la escala social del prestigio para los primeros pero también una rebaja en la firmeza de los fundamentos del poder de los segundos. Un ejemplo típico lo proporciona el surgimiento de los franciscanos, quienes al dirigir las preocupaciones del cristianismo hacia su dimensión social y económica proporcionaban al papa valiosos recursos que supo aprovechar para extender el brazo de su poder efectivo. Sin embargo, eso mismo fue percibido por ciertos fraticelli como un desplazamiento de la máxima jerarquía eclesiástica de una esfera de poder simbólica y esotérica a otra donde la autoridad podía llegar a ser perfectamente prescindible. Las grandes herejías y cismas de la Época Moderna probablemente provengan de este contexto. Otro caso de estudio menos ambicioso pero más tangible lo proporcionan las primeras descripciones empíricas del Oriente (6) . La adquisición de información concreta y actual sobre las tierras, los reinos y los pueblos situados en la retaguardia del imperio del Islam fue fomentada por los principales garantes de la continuidad de la tradición latina sin reparar en que dicho ejercicio suponía desautorizar las principales fuentes de dicha tradición: los sabios de la Antigüedad, los padres de la Iglesia, la propia Biblia. A parte del cuestionable avance que estas primeras etnologías de Asia pudo suponer para la ciencia europea, la primera recepción de textos como el de Marco Polo fue hecha bajo el signo de la novela, como relatos alternativos y sustitutivos de la realidad que durante siglos propiciaron imágenes de sociedades más efectivas y prósperas con las que los lectores europeos se pudieron comparar y acabaron planteando serios desafíos no solo a la autoridad de papas y reyes sino a la validez de la versión civilizacional adoptada en el Occidente Latino (7) .
La modernidad propiamente dicha comienza en Europa afectando por igual a todos sus niveles de realidad. Tanto el hombre como el grupo moderno se demuestra capaz de satisfacer mayores expectativas siempre que configure sus objetivos en oposición a lo recibido. Sus grandes logros, la victoria sobre el Islam, la creación de una reserva prácticamente inagotable de nuevas conquistas allende los mares, sus incontestables victorias sobre el resto de los ecosistemas incluido el propio cuerpo humano son el fruto de un continuo y creciente aislamiento. La triunfante expansión europea no hubiera sido posible sin la destrucción de la unidad latina… así como la victoria médica sobre el dolor no tendría lugar sin descartar su función fisiológica. Pero, lo cierto es que toda solución a un problema o todo alivio a un sufrimiento que esté predicado en la ruptura es en realidad un desplazamiento en el espacio o una posposición en el tiempo cuyos efectos además serán directamente proporcionales a su grado de intensidad. A partir de aquí, la nueva concepción de progreso (en tanto devenir inevitable más o menos manipulable en función de la disposición del hombre a considerarse más o menos aislado con respecto al resto de la Creación) tenderá inevitablemente a socavar los fundamentos de la civilización en su sentido más amplio y duradero; el único sentido en el que la civilización es realmente significativo para el ser humano.
San Salvador, 6 de septiembre de 2011
Notas:
1. Mark Mazower: Dark Continent: Europe's 20th Century (Knopf 1998)2. Zygmunt Bauman: Modernity and The Holocaust (Ithaca 1989); Modernity and Ambivalence (Ithaca 1991)
3. Franz Hinkelammert: Sacrificios humanos y sociedad occidental (San José 2007)
4. Felipe Fernández Armesto: Before Colombus (Filadelfia 1987)
5. Ernst Kantorowicz: “Pro Patria Mori in Medieval Political Thought” en The American 6. Historical Review (1951)s:
6. Antonio García Espada: Marco Polo y la Cruzada (Madrid 2009)
7. Carlo Ginzburg: Il formaggio e i vermi (Bolonia 1976)
Antonio García Espada, medievaltraveler