3/10/11

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María Auxiliadora Álvarez | :: salonkritik ::

"Si el amor tuviera una boca", Rûmi
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"Pareces ser el mismo y eres el mismo que siempre has sido; de hecho, eres más tú mismo que no lo fuiste jamás ... Todo lo que ocurrió antes fue una preparación para el nacimiento. Ahora has entrado en tu propio elemento, y allí has sentido abrirse las puertas a la infinita libertad. Ahora puedes entrar en el infinito y salir de él. No es un lugar, no es una extensión; es una enorme, serena actividad…”
Así comienza un texto de Thomas Merton que he recordado mucho al encontrar de nuevo a María Virginia luego de cuatro años de no verla. María Virginia y yo nos conocimos acá en la Casa Refugio, y pese a que las dos somos venezolanas, yo creo que lo que más nos unió fue la mutua identificación entre la diáspora y la poesía (que tal vez vengan a denominar la misma experiencia). Desde entonces hemos mantenido una hermosa y profunda fraternidad epistolar.


Su libro sobre el duelo me ha dolido y me ha admirado y me ha hecho reflexionar sobre el duelo como una condición. Una condición latente aunque no siempre manifiesta. Una condición como el pensar, como el hambre: hambre del otro-parte de uno mismo, hambre de lo que fuimos y ya no seremos. Hambre de la nueva persona que se empieza a construir en la contingencia, pero que todavía no es. O que ya es.
Marguerite Yourcenar decía que no morimos cuando morimos, que la muerte no es más que un gran mareo, una apoteósis física que se encarga de excluirnos de la experiencia. Decía entonces que morimos mucho antes de morirnos, cuando aprendemos a aceptar la eventualidad de la propia muerte.
Yo pienso que morimos cuando mueren los amados, que es esa nuestra experiencia más completa de la muerte. La adquisición de su conocimiento. La entrega a su amor y su desamor, y el advenimiento del estupor de la ausencia. En el estupor “pensamos” la muerte y horadamos el silencio. Aventuramos un monólogo, pero los pensamientos anteriores no nos sirven ya. Hay que construir nuevos pensamientos, hay que adquirirlos. Vendrán del diálogo hasta la herida. Porque hay una rajadura en el entendimiento, en el paso, en los huesos de las manos: una rajadura mostrada con humildad en Serán ceniza. Y con donaire. Una rajadura capaz de escuchar.
Tuve ocasión de conocer la hermosísima versión traducida de María Virginia sobre un extenso poema de Safaa Fathy "Nom à la mer". Latía allí con fuerza un poema otro: el nuevo poema que subyace y sobresale de la traducción. Supe allí que María Virginia era una gran poeta: honda y precisa. Sus propias palabras se arremolinaban por nacer. Ya estaba gestada su escritura, largamente gestada, como un hijo que nace grande, al modo de Serán ceniza... Fue su extrema delicadeza la que siempre cedió la palabra al otro, la que mantuvo el canal de la interlocución atento al otro extremo.
Su propia escritura aguardó callada hasta que la fuerza de la vida la empujó a la puerta de la boca. Optando entonces, con un arte a la vez mesurado y versátil, por el difícil ejercicio de hurgar en el meollo de la mayor precariedad humana, para trascenderla.
La lúcida serenidad de Serán ceniza… trae un perfume de hondura, una emanación de sí y de otro, un “viaje inmóvil” (en sus propias palabras) que evoca el propósito del sacrificio del amor según Rûmi, el poeta persa: “Ata dos pájaros juntos, y a pesar de su congenialidad y de que sus dos alas se hayan convertido en cuatro, ellos no podrán volar, porque subsiste la dualidad. Pero si atas un pájaro muerto a un pájaro vivo, éste volará, porque ya no habrá dualidad”. Así que el aliento del que se levanta sostiene el peso de dos.
Toda la atmósfera de Serán ceniza… se halla permeada por una emanación interior convertida en pensamiento. Cada movimiento del texto se detiene y respira profundo antes de cada nueva aproximación: invoca al otro, a lo otro, remonta la interpolación, la intertextualidad, la metapoesía. Rodea su objeto: lo deja ir, le va delante, se adhiere a él. Busca la unidad. Le sobreviene un pensar en urgencia de ratificar, en apremio de ser persuadido. Será tal vez como bien lo pudo sintetizar Alvaro Mutis: “si un día se nos acaba el amor, nos queda la mente”.
Sin embargo, la mente que ha conocido el amor se convierte en un altar. No es una mente cualquiera: labora sobre una piedra de transmutación. Le es posible inhalar una tesitura y exhalar otra. La ausencia es presencia y toda apertura se convierte en voz: en voz profunda y poderosa, en voz más antigua que su propia coyuntura.
* * *


* El presente texto fue leído el pasado 26 de septiembre en la Casa Refugio Citlaltéptl de la ciudad de México, con motivo de la presentación-lectura del libro Serán ceniza de María Virginia Jaua, publicado por la editorial Braço de ferro. En ella participaron la poeta María Auxiliadora Álvarez (autora del texto), la comisaria y teórica Marcela Quiroz Luna, el poeta y editor Luigi Amara, el escritor Bruno H. Piché y el director de la casa Philippe Ollé-Laprune.