James Coleman o el agujero de las apariencias
Luis Francisco Pérez | salonkritik
El profundo y bellísimo primer plano con que finaliza la película de Robert Mamoulian La Reina Cristina
de Suecia nos invita a desarrollar, configurándolo, un acto supremo de
violencia contra una psicología humana en trance de interrogarse a sí
misma sobre su natural función en tanto que contenedor activo de
emociones. Debemos al cineasta danés Carl Th. Dreyer las siguientes
palabras: “No hay nada en el mundo que se pueda comparar a un rostro
humano. Es una tierra que uno no se cansa nunca de explorar, un paisaje
(sea áspero, sea suave) de una belleza única (1)”. El autor de Ordet y Dies Irae, pero especialmente de su deslumbrante última película, Gertrud
(a la que volveremos más adelante, situándola en el context
o específico de análisis de la obra de James Coleman), es el artista que
mejor ha sabido utilizar los espacios significantes de la mirada,
entendido el acto de posesión visual como demostración de la
imposibilidad totalizadora de la lengua, de la palabra tout court.
El conjunto de la obra de James Coleman son ejercicios de lo visible
representado y expuesto a partir de la dramatización de las convenciones
narrativas de la literatura occidental, y en cualquiera de las
manifestaciones específicamente temáticas que se nos ocurran. Entendemos
por dramatización, en este caso concreto, la producción de diversos
niveles de retórica interactiva en la que confluyen, una, dos, o muchas
partes, todas ellas participantes de un intercambio múltiple de
representación simbólica. La propia cualidad de la especificidad del
medio (recursos técnicos y tramoya asistencial) utilizado por Coleman
para hacer visibles sus obras ya nos habla de un interés por establecer
mecanismos donde la acción teatralizada de la escena confluya en la
ejecución de lo visible de modo que la técnica provoque el accidente
(representación) de su propia visibilidad. Un ejemplo muy apropiado de
lo que pretendemos decir con respecto al interés de Coleman por los
ejercicios de dram
atización lo encontramos en una sus últimas obras, Retake with Evidence, también visible en la extraordinaria exposición que ahora mismo se puede ver en el Reina Sofía. Retake with Evidence
es una proyección en vídeo donde un muy profesional y filológico Harvey
Keitel recita fragmentos del Edipo Rey de Sófocles. Keitel,
naturalmente, recita a Sófocles en inglés, sin la ayuda de subtítulos en
español o en cualquier otra lengua porque así lo quiere el artista. Con
otras palabras: a Keitel se le entiende sin entenderle. El asunto es más complejo de lo que parece. Luego de un viaje por Japón Roland Barthes escribió su famoso ensayo El Imperio de los signos,
y en él, hablando de la lengua “sígnica” de los japoneses, escribe: “El
sueño: conocer una lengua extranjera (extraña) y, sin embargo, no
comprenderla: percibir en ella la diferencia, sin que esa diferencia sea
jamás recuperada por la socialización superficial del lenguaje” (2).
Resulta com!
plicado no recordar estas palabras oyendo a Harvey Keitel: sea cual sea
el conocimiento que se tenga del inglés no se le comprende.
Quizás no importe tanto. Si se recurre a una estrella de Hollywood para
recitar a Sófocles es el propio rostro de Keitel el que sí resulta
plenamente (visualmente) comprendido.
Desde principios de los setenta está presente la figura humana en el
trabajo de James Coleman, pero a mediados de esa década el artista
irlandés crea una de las obras más admirables e inteligentes de todas
las por él realizadas. Nos referimos a Clara and Dario (1975),
y con ella el inicio de la inteligente y muy sofisticada exploración
del autor por indagar en los esquemas lacanianos de la pulsión escópica,
o la confirmación de que la dialéctica específicamente visual que se
establece entre el ojo y/o la mirada y el sujeto es, con frecuencia, una
mentira piadosa, y siempre un engaño consentido.
Clara and Dario es una simple proyección de imágenes con
narración audio sincronizada que consta de dos retratos fotográficos en
primer plano de un hombre y una mujer ocupando la totalidad de dos
paredes del espacio expositor, aquí magníficamente instaladas en las
sendas estancias de la Sala Protocolos del Reina Sofía, y sin mirarse
nunca directamente entre ellos, con el acompañamiento de una banda
sonora en la que un narrador anónimo, externo a la pareja que el
espectador contempla, relata la historia de una amor de juventud.
Nosotros, espectadores, contemplamos los rostros de Clara y Dario, pero
en la banda sonora que escuchamos dichos personajes se convierten en
Elsa y Andrea, y con ello una confusión de tiempos, nombres y
pronombres, pasando sin transición del “él” al “tú”. Clara and Dario
lleva implícita en su propio discurso visual una cuestión esencial para
situarnos, en tanto que espectadores, ante una obra cuya densidad y
hermetismo nos confunde
y perturba, y que no sería otra que la siguiente: ¿en qué medida la
producción artística es capaz de una alteración de los sistemas
perceptivos del espectador, cuando éste no desea renunciar a su papel de
observador/juez, y en qué medida dicha alteración, en el hipotético
caso de lograr sus objetivos, pertenece a la capacidad transformadora de
la obra, o bien habría que anotar dicha facultad a la figura del
espectador que recrea lo observado desde la posición abierta que surge
cuando éste asume la auto-consciencia crítica de saberse figura
artística otra (si bien externa) de un mismo campo de
representación? Esta doble interrogación que hemos expuesto unifica en
un mismo espacio de acción y significado las figuras del artista y el
observador, y creemos que constituye la tesis que más y mejor define la
complejidad de la estructura (concepto, forma, presentación y recepción)
que sustenta el universo visual y representacional de James Coleman.
Pero volvamos de nuevo a!
Clara and Dario.
Los dos carruseles –uno para Clara, otro para Dario- que proyectan
las imágenes de ambos empiezan a avanzar de modo sincronizado, pero el
carrusel de Dario se para a mitad del recorrido para proseguir su ciclo
en sentido contrario. Resulta en verdad inquietante constatar con qué
sencillez Coleman se sirve de la técnica para mostrar un proyecto
truncado de vida en común, o para focalizar el abandono de un
determinado proyecto de existencia compartida, o simplemente para
presentar un preciso cortocircuito interpersonal; en definitiva, para
mostrar una alteración de destino. Ello nos provoca, insistimos, una
gran inquietud, a duras penas mitigada por la admiración que sentimos
por Coleman, por derroche tal de inteligencia tan rigurosa como
sofisticada. Clara y Dario jamás se miran a la cara entre ellos, pero sí
a la cámara, al espectador. Nos encontramos, entonces, con una doble
mirada a cámara, y aquí enlazamos con la Gertrud de Dreyer.
Haciendo memoria se recordará
que en la película hay un famoso plano-secuencia (auténtica “escena de
sofá” decimonónica que no renuncia a las convenciones propias del
género) en el cual Gertrud y su ex amante, el poeta, rememoran los años
de su relación. Este plano dura exactamente veinte minutos de tiempo
real (los amantes se citan a las cuatro y se despiden a las cuatro y
veinte), y durante este lapso de tiempo Gertrud y su antiguo
pretendiente nunca se han mirado entre si, única y exclusivamente a la
cámara que les filmaba, mientras hablaban y recordaban. Analizando Gertrud
como película, pero sin focalizar ningún momento concreto, Deleuze se
refiere a la “situación psíquica” que domina a Gertrud y al resto de los
personajes de la película, y que remplaza a cualquier otra situación
sensorio-motriz, remitiendo así al “agujero perpetuo de las apariencias”
(3). No podemos estar más de acuerdo si nos decidimos a aplicar las
mismas palabras, y más allá de la extraña similitud existente entre
esta!
escena de Gertrud y los rostros de Clara y Dario, al conjunto
de la fascinante obra de James Coleman, toda vez que en ella
contemplamos un encadenamiento productivo del doble proceso que ha
alimentado el arte contemporáneo durante los últimos cuarenta años: la
conflictiva representación de la cosa y la no menos convulsa
representación de la palabra, o el desciframiento en la práctica
artística de la figura y el discurso por ella provocado.
Pero volvamos de nuevo a Deleuze y al “agujero perpetuo de las
apariencias”. Sería en verdad paradójico que el grado de intensidad
acumulado por el objeto de arte durante el presente siglo (no hay ningún
lapsus en lo escrito: nos interesa alargar el siglo XX para lo que
pretendemos decir, y con más razón analizando la obra de Coleman)
estuviera en relación inversa con la proliferación exhaustiva,
acumulativa, metastásica, de los millones de “agujeros negros” que
incluso se tragan la idea misma de arte como pensamiento y acción.
Estaría esta posibilidad muy cercana a las tesis de Thierry De Duve, que
se basan en la afirmación de que la modernidad habría vivido siempre
del proyecto de su propio final, para luego repensar dicha posibilidad
con un sesgo diferente, que no hay término histórico para la empresa
moderna, solamente hay rupturas, aperturas inauditas, “agujeros negros”
(4). Sería en verdad paradójico, insistimos, que la violencia con que el
objeto post-duchampiano ir
rumpe en el escenario de lo visual fuera consecuencia de la imparable
desintegración, no ya de las estructuras generadoras del arte como pura
visibilidad, sino más en concreto de la cancelación de las coordenadas
temporales, o de la suspensión sine die de la conquista de los
horizontes utópicos con que la propia Vanguardia medía la intensidad y
eficacia de su proyecto. Ahora bien, nos interesa, y mucho, el perpetuo
agujero negro de la apariencias, fosa marina que ha permitido la
metafísica violenta de unas representación aligerada de la carga
ideológica del significante, para canalizar todas sus esperanzas
regeneradoras en la conquista de una imagen primordial -ambiciosa,
absoluta y orgullosa, pero también despreciativa de la crítica y el
análisis. De ahí, probablemente, los continuos ajuste y reajustes con
la idea de imagen representacional, la que se hace visible a
través de una impresión analógica, que se teoriza y justifica a sí misma
hasta la desesper!
ación, consciente de que su poder de seducción está en función de lo
abultada, cuanto más mejor, que sea la cantidad de analogía capaz de
auto-proyectarse en términos de “verdad artística”, y con ello una
plusvalía de significado visual de tan fácil como engañosa
representación.
James Coleman introduce un espacio de significación neutro entre la
carga simbólica de lo representado y la carga ideológica que se
desprende de esa misma representación cuando ésta, ya artistizada,
se autonomiza como ente capaz de poner en crisis los propios
fundamentos que han hecho posible su salida al mundo de lo visible. Esta
cámara de aire regula por igual los estamentos (de voluntad y ánimo
conservadores) de la representación como analogía de una realidad tan
compleja como se quiera, pero indiscutible en tanto que territorio donde
se representan las funciones humanas de lo social, así como también
regula y controla los discursos que centralizan el poder y sugestión de
la imagen como elementos indispensables para una consideración artística
de lo representado, y con ello una inflación interesada de su capacidad
transformadora con el fin de resituarla en el sistema económico de
valores. Por eso la obra de Coleman se nos antoja “intocable”, pues ella
misma ll
eva incorporado un extraño y fascinante sistema de protección y defensa,
y no siendo ajeno a ello la insistencia por parte del autor por
considerar el tiempo real de las proyecciones y películas como tiempo
moral, es decir, como un lapsus temporal suspendido entre el
descubrimiento de su propia consciencia de ser tiempo humano, y la
contemplación aburrida de ese mismo tiempo moral en tanto que visión de
la acción inmotivada. Como si el propio autor fuera consciente que en
cada fotograma que realiza fuera culpable de crear un nuevo agujero
negro, una nueva sima en el juego perpetuo de las apariencias. Dicha
postura no es solo un gesto supremo de inteligencia artística, es
también un viático para enfrentarse a la verdad artística con la lucidez
propia de quien sabe que la práctica del arte que se realiza dentro de
los sistemas inmersos en el capitalismo avanzado ya no precisa pasar por
la conciencia para validarse, pero afortunadamente sí necesita
construir nuevas aporías, más!
que alegorías, donde la representación de lo visible se constituya
como estimulador crítico de una conciencia más generosa y solidaria que
utópica. Ello sería una representación activa y funcional de un posible
cielo protector. Proyecto utópico, bien mirado, más fácilmente lograble
que poseer el rostro perfecto, imposible en tanto que tal, de Greta
Garbo en La Reina Cristina de Suecia.
Notas
(1) Gertrud, de Carl Th. Dreyer, Clara Sánchez. Revista NICKEL ODEON, Madrid Verano 1999.
(2) El Imperio de los Signos, Roland Barthes, Edit. Mondadori, Madrid 1991.
(3) La imagen-tiempo (Estudios sobre cine 2), Gilles Deleuze, Edit. Paidós Comunicación, Barcelona 1986.
(4) Au nom del art, Thierry De Duve, Edit. Minuit, Paris 1989.